El trono y el altar

No hay dudas de que las iglesias cumplen un rol de gran importancia en la sociedad actual, mucho más allá de las prédicas confesionales, cada uno dentro de su sistema adoctrinamiento y la libertad de culto garantizada por nuestra Constitución Nacional (Art. 24). Actúan no solo como rectores del comportamiento humano, en una sociedad cada vez más enferma por los vicios como la droga, las bebidas y la pérdida de principios de modo general.

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Tampoco hay dudas de que algunos “pastores” comercian con la fe de la gente y se convierten en poderosos e influyentes acaudalados, cuasi tan gananciosos como un narcotraficante o un gran contrabandista. Pero uno de los aspectos que marcaron la conducta de la Iglesia en el occidente fue su separación del Estado.

Esa separación entre Iglesia (católica, luterana, anglicana, presbiteriana) y Estado es una idea que comienza a surgir a partir del humanismo, durante el Renacimiento. Se consolida con la Ilustración, por medio de la corriente filosófica racionalista, ya siendo política oficial durante la Revolución Francesa, la independencia estadounidense y las revoluciones burguesas que buscan deshacer la llamada “alianza entre el trono y el altar”.

En nuestro país esto se consolida con la Constitución Nacional de 1992.

Lastimosamente, Salto del Guairá fue noticia la última semana por la enorme cantidad de dinero que sus autoridades vienen repartiendo a las iglesias, que en los últimos seis años supera el millón de dólares. Y decía un pastor que es mejor que el dinero del pueblo vaya a las iglesias que al bolsillo de los corruptos.

Ni uno ni lo otro. El dinero del pueblo debe ir donde la ley manda que vaya. En el caso de Salto del Guairá, tiene la “Ley de resarcimiento”, que ordena a sus autoridades que el dinero –que por esa misma ley se le concede– sea empleado “exclusivamente” para su desarrollo turístico, vial, salud y educación.

La doctrina supone que el Estado y la Iglesia, respectivamente, tienen papeles fundamentales, pero claramente diferentes, en la formación de la vida pública. Inyectando dinero público (en millones) se prostituye ese principio.

Las iglesias no deben perder su independencia, aceptando dinero del Estado, y el Estado debe saber priorizar sus inversiones dentro su rol, sin inmiscuirse en los asuntos del clero, aunque sea “con las mejores intenciones”. 

rduarte@abc.com.py

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