A este penoso desplazamiento la crónica histórica lo consagró como “la diagonal de sangre” debido a las carencias generales afrontadas por aquella doliente caravana, como por el agotamiento y el hambre que los acosara en cada recodo del camino. Dificultades que se agravarían considerablemente en los tres últimos meses de la marcha.
Los casi 400 kilómetros cubiertos entre Panadero hasta la salida de la picada del Chirigüelo, se tornaron lentos –muy lentos por momentos– debido a que los mayores desplazamientos se hacían durante la noche. Ya por la intención de evitar al enemigo, o porque las horas nocturnas atenuaban el agobiante calor del día.
El largo deambular de soldados y civiles tuvo además muchas pausas que en ocasiones, duraron días enteros, por la necesidad de esperar a los rezagados. Adicionalmente, el contingente iba abriendo caminos o construyendo puentes que permitieran el cruce de las corrientes más caudalosas.
Hubo otros incidentes aún más dramáticos que contribuyeron a dificultar la marcha. Que se produjeron cuando “… soldados y oficiales se desbandaban en grupos de ocho y 10”, en el intento de abandonar la columna. Si estas fugas fueran detectadas, el Mariscal ordenaba ir tras ellos y lancearlos.
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Con todos estos sucesos, el trayecto “…quedó sembrado de cadáveres”, según lo que testificara el general Francisco Isidoro Resquín ante el comando brasileño, después que transcurrieran algunos días del fin de la guerra.
El mencionado sería uno de los pocos jefes sobrevivientes tras la acción desencadenada el 1º de marzo. Había llegado a Cerro Corá comandando un reducido grupo de oficiales compuesto por los capitanes Francisco Rodríguez, Martín Rojas y José Solabarrieta; los tenientes segundos Vicente Núñez y Martín Rivas, el alférez 1º Eliseo Maíz y el alférez 2º Bartolomé Páez.
En materia de hombres “prestos para el combate”, el contingente disponible en Cerro Corá era –como todo– absolutamente precario. En la última revista realizada por el Mariscal el 20 de febrero, habían formado 416 efectivos, entre los que se contaron 268 infantes y 148 de caballería, “incluyendo jefes y oficiales”.
Con la salvedad de que el día del ataque brasileño, solo serían 351 los que pudieron ponerse en pie y sostener un arma. Es decir, una espada o una lanza. Con armas de fuego ya no contarían y si las tenían, carecían de municiones. Era todo lo que quedaba de aquel desfile en Humaitá de 1861, cuando propios y extraños fueron impresionados por la disciplina y la briosa marcialidad del Ejército Nacional gestado por los López. El que no obstante y aún a pesar de sus carencias, se obligó al disciplinado y metódico registro de sus fuerzas, hasta el último día de su existencia.
Porque los datos consignados en esta crónica “fueron encontrados en la cartera del coronel don Juan Francisco López, hijo del Mariscal, después que fuera muerto por la caballería brasileña mandada por el actual senador federal Coronel Machado; y hoy se hallan en la misma biblioteca de que se han tomado los artículos precedentes”, tal como reza la advertencia final de la Revista del Instituto Paraguayo, Nº 6 del Año I, de marzo de 1897, que publicó un número especial dedicado a la gesta de Cerro Corá.
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