De la Asunción de los naranjales a la de la censura

En “Aposentos de la Memoria”, el arquitecto y teatrista José Luis Ardissone resume sus recuerdos de infancia, de adolescencia y de juventud en la Asunción de los cuarenta y cincuenta. En esta entrevista, en un paréntesis de los encuentros familiares de fin de año, describe momentos, las costumbres y las modas de aquellos tiempos que no volverán, pero que quedan como ejemplo para las nuevas generaciones.

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–En estos tiempos de reencuentro familiar, la gente gusta de este tipo de relatos como los que contienen sus obras.

–Son recuerdos de infancia, de adolescencia, de juventud. Son dos obras en realidad: uno es “Aposentos de la Memoria”, que escribí hace unos 12 años más o menos. El segundo es reciente: “Aposentos de la Memoria. Crónicas de otras veces”, que es la continuación. Quise poner en un libro los recuerdos de mis vivencias en el barrio San Roque, entre los años cuarenta y cincuenta especialmente. Vivíamos frente a la Junta de Gobierno (del Partido Colorado).

–¿Barrio chuchi de la época?

–Bueno, vivíamos bien, sin sobresaltos. En 1920, mi abuelo construyó esa casa que está hasta ahora. Allí nací. En esa misma casa, en la planta baja estaba la fábrica de gaseosas que fundó el abuelo. Se llamaba Ardissone y Compañía. Fabricaba la Ardi-Cola. Estaba la naranja “Deliciosa”, la piña, la sidra, el jugo natural de pomelo, “Pomelín”. Se hacía agua tónica.

–¿Cómo era Asunción en esa época?

–Se vivía con tranquilidad. Había una cordialidad que se perdió, desgraciadamente. Se perdieron el orden, la limpieza, el respeto. Debe ser porque la ciudad fue creciendo y se fue llenando de gente. Las calles estaban llenas de naranjales. Era la naranja agria, pero el aroma y el olor que despedía cuando florecía era maravilloso.

–¿En tiempos de calor como ahora?

–Eran un refugio. La calle Coronel Martínez hoy Haedo, la calle Chile, Nuestra Señora de la Asunción, Humaitá, Alberdi. Eran calles olorosas, fragantes. Son las naranjas que hizo plantar (el expresidente José P.) Guggiari. Había hecho un viaje a España, a Andalucía. Vio que las calles de Granada y de Córdoba estaban sembradas de naranjos y de ahí trajo la idea. Son árboles medianos que además de dar sombra, su altura no molestaba al tendido de cables.

–En la esquina estaba San Roque.

–La Iglesia y el bar están siempre. En el predio de la Iglesia jugábamos fútbol. En el bar comíamos unas ricas milanesas. Más allá estaba el bar Central, frente a la Plaza Uruguaya y mucho más allá el Lido, la confitería Vertúa, adonde íbamos, de jóvenes, de traje blanco los sábados. Ahí tocaba Rudy Heyn. Había otro, copetín Al Paso. Tenían dos licuadoras y hacían pancho. Pero como las licuadoras estaban de moda, todo el mundo iba a tomar licuado de durazno. Era lo máximo. Ya estaban el café Sorocabana, el San Marino, el Capri. Se tomaba chocolatín con crema, una delicia. En el Capri, con una moneda, uno podía escuchar la música que quería. El disco caía automáticamente en el tocadiscos.

–¿Cómo eran las fiestas de fin de año?

–El arbolito no existía. Cada casa hacía su pesebre. Después de la cena de Navidad teníamos que asistir a la Misa del Gallo a la medianoche.

–Aún dormidos.

–Teníamos que estar, lo mismo que en Pascua. La Misa de Gloria se cantaba los sábados a la mañana. A las ocho, todos estábamos pendientes de las campanadas de San Roque para lavarnos la cara con agua de la canilla, porque se decía que salía agua bendita.

–¿Es cierto que para comulgar había que estar en ayunas?

–Claro, por eso las misas eran muy tempraneras. La primera misa era a las cuatro de la mañana. A la que íbamos nosotros era a la de las siete. El cura se subía a un púlpito y oraba en latín de espaldas a los feligreses.

–¿Y la pirotecnia?

–En las fiestas de fin de año nos divertíamos poniendo bombitas en la vía del tranvía que pasaba frente a casa. Sonaba como ametralladora. También había unos inocentes cohetes que plantábamos en la tierra o en una plantera. Era toda la pirotecnia que teníamos.

–Se aprendía a escribir en pluma fuente.

–Con la pluma R y un tintero. Teníamos las puntas de los dedos azuladas todo el tiempo. Siempre se derramaba en la mesa del comedor. También estudiaba piano.

–Una obligación.

–Estudié cinco años. A veces iba y me sentaba en la esquina de la casa de la profesora. No quería entrar. No era mi fuerte el piano.

–¿También eran los tiempos de los discos 78 RPM (revoluciones por minuto)?

–Claro. Después vinieron los de 45 y después mucho más tarde los long play. Una vez mamá compró una colección enorme con grabaciones de Antonio Tormo y Martha de los Ríos. Era aficionada a la música folclórica argentina.

–¿Quiénes eran los folcloristas paraguayos más conocidos?

–Chinita de Nicola, Mauricio Cardozo Ocampo, Flores... Me acuerdo de esa canción de Mauricio “Una estrellita lejana...”, que le dedicó a Amambay, su hija. Nos sabíamos de memoria. Nosotros éramos cinco varones y después dos mujeres. “Estrellita” le cantábamos a mi hermana Ana María. Les hacíamos creer a los chicos de la vecindad que mi papá compuso para Ana María.

–¿El grupo de moda?

–Lucho Gatica, Sarita Montiel, Frank Sinatra en radio. Hoy, los jóvenes creen que los boleros los inventó Luis Miguel. En los cincuenta estaban de moda Paul Anka, Los Plateros. En nuestras fiestas del colegio Goethe actuaban Los Big Boys Serenaders. Eran lo máximo con sus boleros, “En un bote de vela”. Más adelante se impusieron Los Beatles y los artistas del Festival de San Remo (Italia).

–Y ¿el cine matinée?

–Con mi tía íbamos al cine Victoria. Veíamos esas películas de María Félix, Jorge Negrete, las argentinas con Mirtha Legrand, Zully Moreno, algunas norteamericanas. Los mexicanos y argentinos dominaban en películas. El Victoria fue el primer cine con aire acondicionado. Se inauguró allá por el 47-48 con la película Juana de Arco, con Ingrid Bergman.

–El teléfono, la heladera, habrá sido lujo de la época.

–El teléfono que había era de la fábrica de gaseosas. Al terminar el horario de la fábrica se usaba en la casa. Hasta 1946 en mi casa había una heladera de madera a la que se le cargaba una barra de hielo y ahí se helaban las bebidas y se conservaba la leche. La leche traía una señora de Luque en unos tarros. Era la única que podía entrar hasta la cocina todos los días.

En 1947, coincidentemente con el fin de la Guerra Civil, apareció la primera heladera de verdad, de marca Frigidaire. Era un lujo tenerla. Algunos vecinos venían a ver la heladera, lo mismo la licuadora. Se ponía como adorno en la mesita de la sala.

–¿Qué libros se leían: Conan Doyle (Sherlock Holmes), Corin Tellado?

–Yo no leía ese tipo de libros. A mí me gustaba “María” de Jorge Isaacs, “Flor de Durazno” (Hugo Wast), “Juvenilia” (Miguel Cané), “El Tesoro de la Juventud” (enciclopedia), “Corazón” (Edmundo de Amicis).

–¿Cómo se hizo arquitecto y teatrero al mismo tiempo?

–Yo quise estudiar arquitectura desde siempre y también hice teatro desde siempre. Quise ir detrás de mis compañeros que fueron a estudiar medicina en Córdoba, pero mis padres me mandaron a Río de Janeiro. La arquitectura brasileña estaba en auge.

–Niemeyer (el arquitecto de Brasilia).

–Me tocó vivir esos años dorados de la construcción de Brasilia. Estuve en la Facultad de Arquitectura de Río. Tuve la suerte de trabajar en el escritorio del arquitecto paisajista Roberto Burle Marx. Fue el proyectista de los jardines de Brasilia y de los jardines del Aterro de Flamengo. Los jardines del Aterro son maravillosos. En esa época me tocó asistir al nacimiento de la bossa nova. El primer concierto fue en la Facultad de Arquitectura. Estuvo Tom Jobim, Lara León, Vinicius de Moraes, Toquinho. Gracias a esa facultad también conocí al presidente Juscelino Kubitschek, al arquitecto Niemeyer, a Lucio Costa, el diseñador urbanista de Brasilia. Se iban al estudio de Burle Marx porque ahí también se hacían diseños de los jardines de Brasilia.

–¿Cuándo se inició en teatro?

–En la Escuela República Argentina, en mayo del 47. Me pidieron que sea escolta de la bandera. Me fui todo almidonado llevando la cinta de la bandera paraguaya. Cuando llegué al escenario, vi que en la platea, en medio del público, estaba sentada mi mamá. Solté la bandera y corrí junto a ella muerto de miedo y de vergüenza. Ese fue mi estreno.

De grande, una crítica favorable que hizo Jesús Ruiz Nestosa en ABC, de mi actuación en la obra “La farsa del cajero que se fue a la esquina” me dio coraje para continuar. Después ya fue imposible hacer las dos cosas y decidí dejar la arquitectura y seguir con el teatro. Me apoyó mi esposa. Ella falleció hace nueve años.

–¿Se puede vivir decentemente del teatro?

–Se puede.

–Cómo le fue en la época de Stroessner?

–Eran tiempos duros. En el Municipal se hacían los teatros costumbristas, pasatistas, de diversión. Los que hacíamos otro tipo de teatro lo teníamos que hacer fuera del Municipal. Cuando fundé Arlequín en el 72 hicimos obras de Shakespeare, tragedias griegas. Eran obras clásicas que de una u otra forma reflejaban lo que vivíamos en ese momento. La Casa de Bernarda Alba, por ejemplo, retrataba a una mujer que encerraba a las hijas con el bastón en la mano. Era más o menos lo que se vivía en el país. Por la obra “Las Troyanas” fuimos denunciados por un escritor y teatrista español que se llamaba Pablo Villamar.

–Fue uno de esos caraduras que cayeron aquí como en paracaídas. Se ponían a la orden de los mandones de turno, para atacar a sus enemigos políticos.

–Nos denunció a Investigaciones. Dijo que gritábamos “viva la democracia” en nuestras obras. Tenía una columna de opinión en el diario Noticias. Hubo una orden de clausura. El Dr. Raúl Peña, ministro de Educación, nos llamó a María Elena Sachero y a mí. Pero Peña se portó como un caballero. Consiguió que no se cerrara el teatro, que estaba en esa época en el actual shopping Villa Morra.

–¿Había censura?

–Claro. La directora de Moralidad se llamaba Carmen Cáceres de Thomas. Tenía los guiones. Dentro de su ignorancia, pobrecita, era simpática. Vino a actuar un famoso actor y director extranjero, Ricardo Talesnik. La obra era La Madre Judía. El espectáculo comenzaba así: “Aquí estoy, desnudo ante el mundo...” y empezaba a contar su historia.

Me llama un día doña Carmen por teléfono a comunicarme: “Ardissone: esta obra no se puede hacer”. Le pregunté: “Y por qué doña Carmen?” y me contestó: “Porque aquí dice que sale desnudo....”. Le expliqué: “Pero es una metáfora doña Carmen: cuando dice ‘desnudo’ quiere decir que viene con el alma abierta, el corazón abierto a contar su historia”. Me dijo: “¿Usted está seguro?”.

–El stronismo pasó hace 24 años.

–En el momento uno se rabia mucho, pero con el tiempo se convierten en anécdotas divertidas.

–¿Se redujo el interés por el teatro con el avance de la tecnología?

–No. Lo que no hay es continuidad. Hay muchos actores jóvenes que se reúnen para hacer una obra y después se separan. Lo que vemos en televisión es mediocre, presentadores, programas.

–Deben pagar muy poco.

–Lo que nos ofrecen es basura, con mucha improvisación. Antes había por lo menos dos o tres novelas bien hechas, con buenas actuaciones. Eso se acabó.

holazar@abc.com.py

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