Entre la realidad y la ficción; en ese limbo en el cual no sabemos dónde comienza una y termina la otra, Augusto Barreto ha desplegado una narrativa en la que los recuerdos y los juegos de la imaginación se juntan y forman nuevas historias, no menos fuertes y trágicas, para convertirse en una suerte de conjuro contra el dolor y el olvido de las víctimas.
-Es tu segundo libro, pero con un tema totalmente diferente.
-No diría que es totalmente diferente. En ambos casos hay una gran dosis autobiográfica. La diferencia es que en el anterior apelé a una serie de canciones como hilo conductor de las historias, porque fue un pedido de mi amigo Pablo Burián. Eran relatos más sencillos y pasatistas.
-¿Y en este?
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-Estas son historias narradas con mucha más crudeza, que tienen que ver con los años de horror de la Argentina de los 70, sin dejar de lado algunos casos muy puntuales de lo que fue la dictadura stronista y otros más actuales con pasajes ficcionados, en algunos casos imposibles de certificar.
-¿Qué te impulsó a escribir esas historias ahora? ¿Es una forma de exorcizar esos recuerdos? O al contrario, ¿para que no queden en el olvido?
-Son varias preguntas en una, a ver si las puedo responder. Escribo, básicamente, porque me gusta, y sobre cosas que a mi entender valen la pena ser contadas.
Siempre aclaro que soy solo guionista y autor de canciones. Considerarme escritor ya sería muy presuntuoso. Hasta en el periodismo incursioné casi como un intruso. Y no pretendo dar mensajes ni recetas de nada. No creo tampoco que en mi libro encuentren grandes vuelos literarios. Mis pretensiones pueden ser muchas, pero mi talento no llega a tanto.
-¿Cicatrizó la herida, Augusto? ¿O es como aquella que cada tanto uno le va sacando la costra y vuelve a sangrar?
-Al inicio, hablo justamente de eso, que las heridas con el tiempo se van cicatrizando, pero cuando voy a Buenos Aires y vuelvo a aquellos lugares de la militancia, es imposible no recordar con una tremenda nostalgia a tantos amigos entrañables que quedaron como congelados en los 16, 18 o 20 años. Esos que no tuvieron la suerte que tengo yo de poder contar la historia.
- Militaste con el grupo, incluso revelás el seudónimo que utilizabas.
-Claro. Parto de mi experiencia personal como militante de la juventud peronista de los 70, cuando miles de jovencitos nos sumamos casi místicamente a una militancia política romántica, con ideales tan puros como violentos; ese ambiente cargado de amor y odio, que para bien o para mal es la esencia contradictoria de las revoluciones y de los cambios.
-Son historias muy dolorosas; hablás de gente desaparecida en la Argentina de los 70 y 80.
-Es cierto, son dolorosas. Pero creo también que valió la pena haber podido ser joven en un tiempo turbulento pero hermoso. El haber podido ser parte de una generación llena de ideales, con un alto sentido de la solidaridad y también de rebeldía ante las injusticias.
-Tuviste suerte. Saliste indemne y para contarla.
-Esa es la parte de la gloria, el haber podido sobrevivir y hasta tener la suerte de poder escribir un libro. Y además —al menos en la Argentina—, haber podido ser testigo de que los genocidas pagan sus crímenes; a diferencia del Paraguay donde los pichis fueron a la cárcel, y los generales que tenían el poder real se fueron a sus casas como blancas palomitas.
-Estuviste en la Argentina en la época de “La noche de los lápices”. Debió ser muy fuerte eso.
-Comento sobre eso en mi libro. En estos días justamente veía a mi hija de 16 años con reuniones de aquí para allá con sus compañeras de colegio, haciendo campaña para el centro de estudiantes. Y me imaginaba en el rostro de cada una de ellas la frescura adolescente y la ingenua rebeldía de María Claudia Falcone, una de las víctimas de “La noche de los lápices”. También tenía 16 años cuando fue secuestrada. Y continúa desaparecida.
-En nuestro país vivimos situaciones bastante parecidas, ¿activaste también aquí?
-Bueno, a mí ya me tocó la dictablanda de los 80. Y me tocó muy poco porque viví 20 años fuera del país. Sí, a mi familia, donde cargamos con un hermano asesinado a fines de los 60, y otros dos hermanos que se tragaron varios años de exilio, al margen de otras tragedias menores.
-¿Por qué creés que es bueno revolver el pasado?
-No sé si lo correcto es “revolver el pasado”. Creo sí, categóricamente, que es importante tener memoria. No olvidar nunca la tragedia que fue la dictadura. Pero creo también que, por encima del pasado, hay que aprender a construir el futuro.
-Treinta y más años han pasado. Tu vida tomó otro rumbo, ¿qué quedó de esos sueños de lograr un mundo mejor?
-Me hago con frecuencia la misma pregunta. Y me parece increíble que después de más de 20 años de democracia nos cueste tanto ponernos de acuerdo.
-¿Y cuál es la salida?
-Mirá, por generaciones nos enfrentamos. Y seguimos haciéndolo. A veces con una dureza desmedida, sin que existiese de verdad nada sustancial que pudiera enfrentarnos. Pero nos encanta la confrontación, destrozarnos si es posible. Las redes sociales nos pintan de cuerpo entero.
-El título habla de “dolor y gloria”. El dolor está patente en la obra. ¿Y la gloria?
-Estar vivo es una gloria. Y la libertad que hoy tenemos después de tantos años de autoritarismo, ni hablar. Y si la base de nuestras relaciones fueran nuestras coincidencias, y no nuestros desencuentros, la solución de nuestros problemas sería mucho más fácil. Pero la pasión por confrontar es más fuerte que nosotros. Somos una especie de barra brava ante cualquier discusión boluda.
-Si vivieras de nuevo, ¿harías lo mismo?
-Ante un escenario similar, básicamente, creo que haría lo mismo. Lo que pasa es que hacer hipótesis sobre la base de lo que nos pasó nos da otra perspectiva de la vida. Y el paso del tiempo, aparte de cargarnos con un montón de años, también nos hace un poco más buenos, más sabios y más tolerantes.
marisolpalacios@abc.com.py
