Sin rastros

En diciembre se presentó el libro «Jueves de 6 a 8» (Asunción, Arandurá, 2022), recopilación de escritos –cuentos, prosas, poemas– de los participantes del Taller Literario del Club Centenario, a cargo de la profesora Irina Ráfols. El siguiente es uno de los textos incluidos en este volumen.

AA.VV., Jueves de 6 a 8 (Asunción, Arandurá, 2022).
AA.VV., Jueves de 6 a 8 (Asunción, Arandurá, 2022).

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Tenía que hacer algo, tenía que cambiar de vida.

Aunque se había jurado no claudicar, los ojos doloridos de sus hijos, las lágrimas de María Cristina, la única mujer, sacudieron en su interior algo que creía perdido.

Sí, se había prometido triunfar pese a todo y a todos. Se había prometido que no se repetiría con los suyos el pasar hambre y frío, el vestir con ropa donada, el abandonar su pueblo, su familia y amigos para venir a Asunción, aceptando la crianza en casa ajena, cambiando servicio por estudios con libros de segunda mano, siguiendo los pasos del padrino, famoso caudillo político, con la eterna sonrisa sumisa para no ser rechazado.

¡Sí, se había sacrificado al máximo para lograr sus sueños!

Como siempre le recalcaba el padrino, había que proteger la imagen, imagen de hombre austero con una familia ejemplar.

Lo de la familia fue sencillo, buscó en su ambiente una tranquila joven que no tenía mayor interés que ser una buena madre y esposa.

En cuanto a «lo otro», aunque al principio actuara con cierto resquemor, la costumbre y la experiencia hicieron que sus regalías fueran cada vez mayores, pero, eso sí, sin rastros, sin ningún rastro, aún para sus íntimos. La cuenta numerada en un país lejano lo facilitaba.

Era embriagante percibir que las puertas antes imposibles se le abrían como por encanto, pero era más embriagante aún advertir que hermosas modelitos lo miraban con aprecio.

Sin rastros, era la consigna del padrino, hasta para las relaciones clandestinas; por eso, enorme fue su sorpresa al encontrarse al salir del local, abrazado a su sirena de turno, con los ojos asombrados de sus hijos.

No, no volvería a repetirse nunca más. Así como se había deslomado trabajando, así como fue escalando a codazos, así como fue ahorrando lejos, muy lejos, para no dejar rastros, no se permitiría otro descuido que podría desmoronar su castillo de sueños.

Mientras elegía la mejor bebida, la mejor carne y regalos para todos, uno especial para su señora, a la que había relegado en quién sabe qué etapa de su ascensión, pensaba en la sorpresa que les daría al llegar y compartir con ellos el asadito dominguero, festejando el reciente Día de la Amistad.

Estaba decidido, sí, hoy, domingo 1° de agosto de 2004, iba a cambiar, iba a recuperar la confianza de su familia, a hacerse perdonar el error de ser sorprendido por haber descuidado el actuar sin dejar rastros.

En el momento en que se dirigía a la caja registradora con la mente puesta en su glorioso porvenir, sintió un ruido atroz y vio que el techo se desmoronaba entre furiosas llamas y alaridos de terror. Alcanzó todavía a pensar que todo lo ahorrado en la vida desaparecería con él, pues allí sí había actuado impecablemente, sin rastros, sin dejar ningún rastro.

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