Diálogos neoplatónicos

Hace poco, Julio Peña lanzó su primer libro: un conjunto de siete relatos titulado El Árbol de los Juguetes. Y uno de los últimos días de esta última semana, aprovechando un grato e inesperado reencuentro producido por un, en esta ocasión, simpático Azar, entre idas y venidas y en medio de nuestros respectivos y polucionados y ruidosos horarios de oficina, pudimos sostener una accidentada y breve pero amena charla a propósito de esta novedad libresca. Y de algunos de los diversos rumbos que tal acontecimiento señala, para las conversaciones futuras y para los recreos de la imaginación, al pensamiento en torno a la escritura, la ficción y la memoria.

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«Llevo un buen tiempo escribiendo», comentó él, tereré en mano, para empezar, «sobre todo, crítica de arte –para periódicos locales, principalmente–, además de textos para exposiciones de fotografía, y para videos, y de entrevistas, y de reportajes sobre temas culturales y antropológicos... Y es un poco extraño, Montse, pero, aunque yo ya he escrito mucho, recién ahora, con este libro de “ficción”, me han llamado “escritor”».

–¿No ves acaso una diferencia lo bastante significativa, Julio –le pregunté enseguida, al oír eso–, entre tu escritura anterior y esta como para justificar tal hito, marcado por los otros, antes que por vos mismo? ¿O no ves, quizá, una frontera tal entre el «conocimiento» (científico, racional) y la ficción?

–La diferencia principal que veo –respondió Julio– es el nivel de libertad que tuve en el libro de relatos: no tuve que responder a un centro «objetivo», como en los textos que buscan explicar algo de la realidad (crítica, reportajes). En el caso de la «ficción», el grado de libertad lo es casi todo, y quizá el único límite sea el nivel de entendimiento del texto para otros lectores.

–¿Qué busca la memoria en El Árbol de los Juguetes?

–La memoria realiza varios intentos, sin saber si va a lograr algo. Uno –precisó rápidamente– es el de recuperar, de alguna manera, lo ido. Fracasa. Y luego viene el darse cuenta de que no hay una diferencia radical entre lo memorado y el presente. Que ambos navegan en las mismas aguas, que son las de la misteriosa y luminosa vida.

–¿Para qué escribiste El Árbol de los Juguetes? –le espeté, con cierta desfachatez.

–Antes de saber para qué lo escribía –replicó él, sin irritarse en lo más mínimo– sentía un fuego interior que pedía surgir, porque, si no, iba a explotar. Luego, al ir explorando, fui descubriendo esa voz interior que desde hacía rato, desde siempre, al parecer, me decía que yo tenía que escribir.

–¿Encontraste lo que buscabas?

–Desde cierto punto de vista, sí. Desde otro, en cambio, me di cuenta de que lo que buscaba no era todo lo que estaba ante mí.

–¿Es imposible el regreso? ¿Es el regreso, en sí mismo, como concepto, ilusorio? ¿Serías heraclitiano en esto?

–Creo que sí es posible un regreso, pero en el sentido de que nunca nos hemos ido, sino que andamos dando vueltas por los mismos lugares. Y de que quizá recién estemos comenzando a darnos cuenta. El «todo fluye» no lo siento, no lo interpreto, de un modo radical, sino como algo que tiene dos partes: el todo, y que fluye. Y me parece que con el corazón sentimos el todo, y con la mente el fluir.

–¿Recordar para escribir, o escribir para recordar? –le disparé.

–Escribir para sumar a la vida –sonrió amablemente–. Recordar y escribir son parte de los maderos de la corriente de la vida.

–Con la escritura, ¿esperamos recuperar un territorio que nos pertenece, o lo sabemos ya para siempre ajeno y, expulsados, regresamos al Edén por la puerta (no sé si «puerta falsa» –ese ya es otro tema–) de la ficción?

–Es como si algo nos perteneciera –dijo él luego de una breve pausa de un par de minutos–, pero de una manera lejana, difusa. Y con la escritura construimos un camino para acercarnos. Paradójicamente, nuevo, fresco, aunque no sea por primera vez. Sin la escritura –prosiguió Julio– estamos exilados. La memoria es una república en sí misma. Y me confieso no ciudadano de ella; sí viajero forzado, como todos. Y el exilio consiste en que, cuando no se dice algo, no se lo vive de verdad, porque no te lo colocás enfrente, con su personalidad.

–Julio, vos estudiaste historia y en tu libro, El Árbol de los Juguetes, desarrollas y expresas una relación íntima y peculiar con el tiempo. ¿La memoria y el pasado encierran acaso el secreto del viejo «Nosque te ipsum»?

–Yo pienso que un problema del pasado es que, como ya no está, no podremos tener de él nunca más que reconstrucciones, y que por eso también da pie a muchas especulaciones, y vacíos, vacíos sin sentido en sí mismos, porque son solo vacíos de nuestra memoria. Por eso, prefiero un enfoque del presente donde también esté el pasado, pero proyectado en el presente. Esto, creo, es más real para nosotros.

Para regar este canapé de conversación, como vermú de lectores golosos, adelantemos, en el orden simple y lineal que transmite esa intensidad creciente en medio de la cual la interrupción suele abrir el apetito, unas cuantas líneas, las primeras del primer cuento del libro, «a ver si nos hacen recordar», como escribe el autor, «bajo el sol y su sombra de Paraguay, verde de tupidos recodos»:

EL ÁRBOL DE LOS JUGUETES

«En ese tiempo en Paraguay la magia existía al cruzar cualquier calle.

»Mi abuelo, heredero de una jugosa fortuna, en su juventud había sido marino, y por lo visto, digo yo, llevaba la navegación en el alma, porque al finalizar la guerra construyó su casa con forma de barco. Podemos entretenernos observando su distintiva arquitectura fondeada en el corazón del centro de Asunción, abandonada y con pleitos de herederos encima. Tiene tres puentes con barandas, ojos de buey, y desde su amplia terraza, hasta hace no mucho tiempo, una divina vista a la Bahía.

»En ella vivía mi familia grande.

»Tía Chocha hablaba frecuentemente de un lugar que luego me marcaría como hierro incandescente a ternero, como ese entrañable objeto para una criatura, como primer e interminable beso apasionado... El Árbol de los Juguetes.

»–¡Es un árbol con ramas descomunales, que abrazan todo lo que se les acerca! ¡Su sombra puede guarecer a un pueblo! Pero su secreto... lo maravilloso... es que... ¡de este árbol cuelgan miles de juguetes para los niños! –nos contaba tía Chocha.

»Cruzan mi imaginación (porque de esto no me vienen recuerdos) algarabía de chicos, agitación, hinchar a los mayores, promesas, suspiros, y... ¡síiiiii!, ¡la decisión luminosa: nos llevarían a ese paraíso de los niños! Claro que algún tío o tía habrá aprovechado la ocasión para decirnos a los primitos cosas como: “¡El Árbol de los Juguetes sólo entrega lindas sorpresas a los mocoss... angelitos buenos, que no son contestones ni se pelean, y que hacen caso a sus abuelos y tíos!” Y tal como estamos pensando, los días anteriores al viaje prodigioso, los visitantes de la casa: Bienvenido, Papito, Carmenchoto, Chiche, Monseñor, habrán creído que la pandilla viajó o se hallaba en cama con fiebre.

»Pero sobre lo que ahora voy a contar, sí tengo recuerdos. No de sueño, sino de realidad: presencia picante de polvo en mis fosas nasales, pegajoso en mis brazos sudorosos... estremecedora visión del lugar... dos tremendos discos giran a mis costados... íbamos por un caminito de tierra roja, habíamos viajado mucho, posiblemente el día entero. Yo estaba ansioso, era ya amigo apasionado de ese árbol tan generoso. Bamboleado por los tumbos fantaseaba, mejor dicho deliraba, verme envuelto en una frondosa espesura, las ramas silbando que ahí estaba lo que yo buscaba. Crepúsculo, reflejos, melodías... El camino se separó en un ramal principal, y otro tupido en el cual nos internamos. Mientras achacosamente cruzábamos un lodazal, hundidos nos contemplaban muchachuelos de mirada desorbitada y feliz, desapareciendo espantados como pececillos al golpe de las ruedas. Ingresábamos a un espacio portentoso, sagrado, el aire lleno de mensajes, todo diálogo sutil. Nos volvíamos enanitos al tiempo que presurosos los troncos engrosaban, entrelazados se mecían gigantes dedos vegetales... ¡El Mundo de los Árboles!... volcado en palabras al correr los años, adivinando en aquel entonces innumerables colores inesperados... Nos detuvimos. Me vi bajo un cielo oscuro y brillante. Una voz firme, Abuela o Abuelo, dijo: “Llegamos. Aquí es”.

»Durante el viaje habíamos hecho cada vez más silencio. Realicé un amplio giro con la cabeza. Sobre mí, sobre nosotros, inmenso círculo de destellos, hojas gruesas y húmedas. Viento ligero transitaba el follaje, manos vegetales bailaban, subiendo y bajando, invitaban, me tocaban... Conmocionados, no sabíamos qué hacer; nuestros abuelos avisaron, conocedores del lugar, que nadie baje de la carreta. Y con un ademán, para nosotros solemne, develaron nuestros regalos...

»¡ffrhzzllll!...

»¡El Árbol de los Juguetes!...»

Hasta aquí este mordisco del primer relato del libro de Julio Peña . El que quiera cenar el menú completo, de los entremeses al postre, vaya a buscarlo a cualquiera de las principales librerías de Asunción. El árbol de los juguetes, Arandurã, 2014, 90 pp., 30.000 guaraníes.

montserrat.alvarez@abc.com.py

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