Hace ahora dos años que la muerte, compañera inseparable en el camino de la vida, se acercó a nuestro querido Helio para invitarlo a traspasar las fronteras de este mundo nuestro, que él, con maestría iniguanable, nos dejó descrito en su abundante y todavía no bien conocida literatura.
No pude, por motivos harto conocidos, y también diría yo generosamente sufridos por muchos de ustedes, estar junto a él, a sus hijos y a sus hermanas, en esos momentos en los que el afecto y el cariño de los amigos se convierten en barca segura para pasar a la otra orilla del río. Por eso quiero hoy rendirle, con estas pocas y torpes palabras, el testimonio sincero de mi admiración, ciertamente como escritor que nos dejó páginas maravillosas de nuestro costumbrismo paraguayo, pero sobre todo como persona y amigo que supo llevar la luz y la claridad ante la oscuridad de una etapa de mi existencia ya felizmente superada. Gracias a él, que sabía buscar el lado positivo en la negatividad de los acontecimientos, formamos, en el exilio forzado del Salesianito, un grupo que se distinguió no solo por su interés en la gastronomía, de la que Helio era especialmente devoto, sino también por las largas horas de sobremesa, adobadas con algún conjunto musical, con el que más de una vez él mismo cantaba, y con las consabidas disquisiciones políticas, de altas horas de la noche, en las que junto a la voz siempre segura de alguno de los comensales, se podía apreciar el silencio elocuente del P. Viedma. Aún recuerdo la última fiesta que celebramos juntos, en la que su mirada, perdida en el infinito, nos anunciaba su llegada a la meta.
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No soy yo, ni mucho menos, la persona apropiada para hacer un juicio sobre su obra literaria; pero lo que no me es permitido por mi ignorancia en el campo de las letras y de su obra en particular, sí me es lícito por la cercanía y afecto que siempre me ligó a él. Mis palabras de hoy no nacen de un estudio técnico de sus obras, sino que son fruto de la docta ignorancia del corazón, del afecto de quien siempre se consideró amigo y hermano de Helio.
Y fue en los Diálogos, de mi admirado paisano Juan de Valdés, humanista sabio, que no podía ser de otro lugar nada más que de Cuenca, donde he encontrado la definición que más se ajusta y mejor define la escritura de Helio: “El estilo que tengo me es natural y sin afectación ninguna, escribo como hablo. Solamente tengo cuidado de usar de vocablos que signifiquen bien lo que quiero decir y dígolo cuanto más llanamente me es posible, porque, a mi parecer, en ninguna lengua está bien la afectación”. Y yo creo que ese es el gran mérito de Helio: escribía como hablaba. Así, llanamente, sin grandes florituras, pero con una puntería certera, que convertía cada palabra en un dardo preciso que se ajustaba perfectamente al blanco. Su ironía no eran ganas de “jorobar o de ser malevo”, como él decía, sino cauce agridulce que provocaba la hilaridad y el regocijo en unos y la rabia y la envidia contenidas en otros.
Helio, a mi pobre parecer, ha sido uno de nuestros escritores más auténticos, uno de los cuentistas más precisos a la hora de describir nuestros ambientes y uno de los que, con sus artículos y ensayos, más han influido en nuestra historia reciente. En la escritura de Helio se conjugaban armónicamente la magnífica descripción del paisaje, la hondura y reciedumbre de sus personajes y las pasiones humanas analizadas con un bisturí de realismo y ternura, de amarga soledad y de profundo amor por los pequeños detalles. Y todo ello con una clara conciencia moral, basada en un sentido ético de la vida. No ha sido fácil, y yo os lo puedo asegurar porque hemos tenido largas horas de charla informal, mantener una postura de coherencia ética a lo largo de los años. Las necesidades terminan a veces convirtiendo al escritor en un instrumento de quienes no pueden ganar la admiración y el respeto por la sabiduría propia y recurren a la ajena para convertirla en propia. Si como novelista, aunque en este campo su producción sea muy restringida, cuentista, articulista o cronista exacto de los problemas humanos, Helio es maravilloso, como hombre se nos manifiesta íntegro e indomable, con la libertad en su mano como bandera en una sociedad que, frecuentemente, es capaz de negociar su propia independencia o autonomía por un plato de lentejas o por un maletín de dólares, que a fin de cuentas no hay mucha diferencia. La diferencia es solo de época y de “circulante”.
En sus escritos, especialmente en los cuentos, aparece permanentemente un gusto por las vidas humildes y por los dramas de la vida rural. Por eso era tan popular y tenía su público fiel y fervoroso. Permítanme una confidencia. Más de una vez me llamó por teléfono o me mandó un correo preguntándome por el significado popular de un refrán, él amaba los refranes como expresión máxima de exactitud y de sabiduría, porque, aunque sus personajes eran perdedores o seres humillados de la vida, no obstante los quería mantener dignos y de pie hasta el final. Helio nos supo trasmitir como nadie la dignidad de la persona humana, no desde personajes encumbrados en el Poder Supremo, sino desde hombres y mujeres de nuestro pueblo que, a pesar de tener que luchar diariamente por la subsistencia, siempre mantuvieron la cabeza en alto. Por sus cuentos desfilan rufianes, truhanes, buscones y lazarillos, tramposos, vendepatrias, equilibristas, titiriteros, mentirosos, arrebatacapas, presos sambukú, policías malevos, mujeres adulonas, de no tan buen ver, pero de mejor actuar, y todo el mundo de una cultura subterránea que, aunque no la queramos ver, está ahí y tiene sus reglas y sus normas. Y Helio, y esto es algo maravilloso, nos ha permito ver que en esa brutal marginalidad también existen sentimientos y lágrimas. ¡La dignidad no es patrimonio de unos cuantos “chuchis”, sino de todos los seres humanos, aún los que nos parecen más despreciables! Por eso a Helio no le importaba en ocasiones nadar contracorriente. Con su inquietud ética, en el silencio de su ciudad provinciana, Villarrica, con el sosiego y la paz de los campos, sin ambiciones ni zalamerías, podía expresar y decir lo que le diera la gana, porque sabía que con esa inquietud buscaba de alguna manera una sociedad mejor. Fue un aldabonazo. Lo sigue siendo. Helio, y en sus artículos del diario ABC Color quedó siempre patente, podía decir lo que le diera la gana por muy políticamente incorrecto que fuera. Él tenía la fuerza de su libertad. Porque sabía que entre el hombre que vive y el escritor que escribe no debe abrirse un abismo.
Termino. Cuando un amigo se nos muere, algo de nosotros mismos se muere con él. Con la muerte de Helio se murió un poco la literatura paraguaya, que ha sido uno de mis pequeños refugios en estos últimos años. Testimonio de esto es la presencia de muchas obras de Helio, regaladas por él mismo y por la exitosa editora Vidalia, en mi modesta biblioteca. En sus obras siempre hallaremos una literatura comprometida con el hombre y la mujer de nuestras tierras, una “projimidad fraterna que sabe posar su mirada en los humillados y en los ofendidos, en los débiles y en los solitarios, que constituyen esa parte de nuestra humanidad herida y trémula que se ha quedado sin voz, que se ha quedado sin Norte, que se ha quedado sin resuello.
Descansa en paz, maestro Helio; la lectura de tu obra nos ayudará a salvar lo que queda de humano dentro de nosotros.
Agradezco a la familia, especialmente a Maluli y a la editora, Vidalia, que me han permitido esta modesta expresión de mi afecto a Helio. Se lo debía, y hoy quedo en paz con él. Gracias a todos.
*Leído por el autor en la presentación de El país de la sopa dura, el pasado jueves 25, en el teatro de la Embajada Argentina.