Esa lenta tragicomedia que es la vida

Nacido el 14 de agosto de 1947 en Tottori (Japón), Jiro Taniguchi, «el poeta del manga», falleció en Tokio el pasado 11 de febrero. El secreto valor de lo cotidiano, la complejidad que habita lo más simple, la grandeza de lo pequeño y su invisible poesía forman, en obras como Tomoji, parte del sabio legado que nos deja.

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En febrero de 2017 murió Jiro Taniguchi, uno de los genios recientes del cómic y uno de los autores más influyentes e imitados de las últimas décadas. Desde que lo descubriéramos gracias a El Caminante (1990) y El almanaque de mi padre (1994), Taniguchi siempre ha sido un refugio al que volver; un guionista y dibujante privilegiado cuya prolífica obra mantiene unos niveles de calidad altísimos. Se le considera, de hecho, uno de los padres de la llamada nouvelle manga (una etiqueta, nos parece, demasiado etérea e imprecisa, que intenta abarcar el cruce de influencias comicográficas entre Japón y Europa).

Con contadas excepciones y sin seguir el orden cronológico editorial japonés, casi toda su producción está ya publicada en español. Ponent Mon editó en 2016 uno de sus últimos trabajos, Tomoji (2014); y en este 2017 Planeta se ha atrevido con la reedición de uno de sus primeros cómics, Hotel Harbour View (1983), y Ponent Mon ha vuelto a hacerlo por partida doble con la también reedición de Sky Hawk (sobre el guión de Natsuo Sekikawa, 2002) y con Venecia (2014), una de las últimas obras publicadas en vida por el genio japonés junto a Los guardianes del Louvre (2014).

Una de las curiosidades que esconde la edición de Tomoji de Ponent Mon en sus páginas finales es la entrevista que Thomas Hantson le hizo a Taniguchi en agosto de 2014. En ella, descubrimos la peculiar visión que el mangaka tenía de su propia obra, y sus opiniones sobre Tomoji. En un pasaje, confiesa: «me doy cuenta de que jamás he tratado realmente el amor en mis libros anteriores. Esta es, salvo a lo mejor Los años dulces, la primera vez que lo hago». Poco después admite que es «posible que los mangas de acción que hacía antaño ya hayan quedado atrás. En retrospectiva, diría que La cumbre de los dioses es sin duda mi última obra en la que las expresiones se muestran con pasión, y en la que el aspecto gráfico así los muestra».

Aunque en su producción (sobre todo en sus comienzos) encontramos elementos de acción, si hay un rasgo que sobrevuela casi toda la obra de Taniguchi en su capacidad de mostrar aspectos intangibles de la naturaleza humana y su relación con el entorno: el paso del tiempo y la añoranza del pasado, los afectos sutiles, la mirada curiosa del paseante, el viajero o el turista... Por eso, sorprende que un autor tan contenido y contemplativo utilice un concepto como «pasión» para referirse a algunos de sus cómics. Ni siquiera en Tomoji, el drama costumbrista de una mujer cuya biografía está recorrida por infortunios y adversidades, existe un acercamiento trágico o pasional a la existencia. Sus páginas están surcadas, de nuevo, por miradas nostálgicas y un profundo y agradecido (también dolorido) vitalismo.

Pero si algo distingue a Tomoji, más allá del tema amoroso, de otros cómics de Taniguchi es su acercamiento a un país ya en vías de extinción, el de los paisajes rurales de la era Taisho, periodo de transición entre dos momentos históricos decisivos (las eras Meiji y Showa) en el que el antiguo Japón casi feudal dejó paso a la nación mucho más urbanita e industrializada que iba a tomar parte en la Segunda Guerra Mundial.

El virtuosismo gráfico de Taniguchi pocas veces brilla como en las estampas naturales de este libro. Como es habitual en el manga, las primeras páginas de cada capítulo están coloreadas (como si de una introducción al paisaje narrativo se tratara), para a continuación dejar paso al preciosista y diáfano blanco y negro que caracteriza el «estilo Taniguchi», con esos entramados y minuciosos rayados/sombreados que aportan a sus escenarios un aire casi hiperrealista. Los rostros de sus personajes (como siempre, bastante semejantes entre sí) desprenden una humanidad apacible, un gesto de resistencia ante las pesadumbres de la existencia que se personifica sobre todo en la figura de la protagonista. Tomoji Uchida, fundadora del budismo Shinnyo-en (variante del budismo Shingon) y responsable, junto con su marido, Ito Shinjo, de la proliferación de numerosos templos dedicados a esta práctica en Japón, fue una mujer valiente y espiritual en un momento en el que las mujeres no lo tenían fácil en una sociedad tan tradicional y conservadora como era (y sigue siendo) la nipona.

Jiro Taniguchi y su mujer eran asiduos a uno de esos templos Shinnyo-en en las cercanías de Tokio, y allí le propusieron embarcarse en la biografía de Tomoji; contó para ello con la ayuda del guionista Miwako Ogihara. Sin embargo, el dibujante tomó una decisión sorprendente: en su relato prescindiría de alusiones religiosas explícitas o de los hechos mismos que hicieron de Tomoji Uchida una figura relevante. En vez de eso, se enfrentaría al trabajo como el biógrafo de una niña que superó con humildad cuanto obstáculo encontró en la vida (y fueron muchos) hasta hacerse a sí misma y convertirse en una figura admirable: «...decidí privilegiar un ángulo narrativo que mostrara el recorrido vital que cinceló la personalidad de Tomoji y que finalmente le llevó a escoger el camino de la espiritualidad», aclara Taniguchi en la entrevista.

Pero a veces la Historia no es suficiente («... no se puede hacer un manga sólido basado en simples hechos biográficos»), así que en su perfil el célebre mangaka idea experiencias, construye encuentros imaginarios y entrecruza acontecimientos sociohistóricos traumáticos con la naturalidad de un maestro; como esas secuencias del gran terremoto que asoló Tokio en 1923 y cuyas reverberaciones perduran en la memoria del Japón actual, como en su día alcanzaron incluso las apacibles zonas rurales de la región de Yamanashi, en las que se sitúa el relato. Porque las páginas de Tomoji son también un fresco costumbrista en el que se recrean los antiguos oficios y el folclore de un contexto muy localizado: descubriremos en ellas una forma de vida sencilla, basada en el duro trabajo de agricultores, artesanos y pequeños mercaderes, una realidad que se movía al ritmo de los elementos, las estaciones y las puestas de sol, y que prácticamente ha desaparecido

Tomoji es un acercamiento humanista y humano a la experiencia de vivir, una biografía entreverada de ficción en la que las tradiciones rurales, el lento paso de las estaciones y la majestuosidad de los paisajes dibujan un fresco lleno de sosiego y resignación. En él, Tamaguchi construye uno de sus mejores retratos femeninos y nos invita a sumergirnos en una espiritualidad japonesa imbuida de respeto por el pasado y adoración reverencial a los elementos de la naturaleza.

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