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Guido Boggiani llegó al Gran Chaco atraído por el negocio de las pieles salvajes. Tenía 26 años cuando desembarcó por primera vez en Suramérica, en el otoño de 1887. Se instaló en Paraguay al año siguiente. Joven, culto y adinerado, se integró a los círculos selectos de Asunción, donde su pasión por la pintura, la fotografía y la etnografía excitaba la curiosidad de sus amigos ítalo-paraguayos. Era muy apreciado entre ellos. Tanto, que al presumir su desaparición movilizaron todos sus recursos para buscarlo.
Boggiani, nacido en Novara, ciudad fundada por los romanos en el corazón del Piamonte, había estudiado pintura en la Academia de Brera y conocido el éxito temprano como pintor en Roma, en el círculo social del rey Umberto I. Desde su arribo, hizo expediciones al Gran Chaco, donde permanecía largas temporadas con diversos grupos indígenas: angaités, lenguas, sanapanás, tobas y payaguás. Pero fueron los caduveo y los chamacoco quienes lo fascinaron por la excepcional belleza de su pintura corporal.
Con pasión de artista y rigor de científico, reproducía –primero en dibujo y luego en fotografía– los diseños que adornaban los cuerpos de hombres y mujeres, y adjuntaba un estudio minucioso del ritmo y del color. Escribió mucho. En 1893, volvió a Italia y publicó Notizie etnografiche sulla tribu dei Ciamacoco. Gran Ciaco. America Meridionale en 1894, y Viaggi d’un artista nell’America Meridionale. I Caduvei (Mbayá o Guaycurú) en 1895, dos obras de referencia para las posteriores investigaciones etnográficas de Lévi-Strauss, Alfred Métraux y Darcy Ribeiro. Su segundo viaje al Paraguay revelaría, después de su muerte, imágenes de un mundo hasta entonces desconocido. Regresó a Paraguay en 1896 con una cámara, un trípode y elementos para el revelado.
El 24 de octubre de 1901, partió por última vez al Chaco. Lo acompañaba, como siempre, su peón Félix Gavilán. Había dicho que su estancia sería más larga que de costumbre, pero la falta de noticias inquietó a los miembros de la colectividad italiana que, en el verano de 1902, decidieron enviar una expedición para encontrarlo. Crearon el Comité Pro-Boggiani y buscaron un explorador “dispuesto a emprender un viaje a través de las selvas vírgenes, exponiéndose a miles de peligros, a los tormentos de la sed y a los padecimientos del hambre”. Creyeron encontrar un sujeto con el perfil ideal: José Fernández Cancio, español residente en Clorinda dispuesto a comandar un grupo de mercenarios con experiencia en la caza de indígenas.
El 20 de octubre de 1904, tras violentos interrogatorios a punta de rifle, Fernández Cancio logró arrancar una confesión al chamacoco Luciano y dio con los restos de Boggiani. Sus huesos estaban esparcidos sobre la tierra en un radio de 200 metros; el cráneo, roto y apartado, tenía huellas de un hacha de piedra llamada nochigo, que los indígenas utilizaban exclusivamente con fines ceremoniales. Su secretario había conocido igual muerte. Dice un fragmento, que traduzco aquí, del relato de Fernández Cancio recogido en Alla ricerca di Guido Boggiani, Spedizione Cancio nel Ciaco Boreale (Alto Paraguay). Relazione e documenti (Comitato Pro-Boggiani, A. Bontempelli, Milán, 1903):
–¿Por qué no pusieron bajo tierra los restos de Boggiani?
–Un indio no quería.
–¿Por qué?
–Porque Boggiani se había casado con una india a la que él quería.
–¿Qué hicieron después con los caballos y los efectos personales?
–Se los repartieron.
–¿Y los papeles?
–También se los repartieron.
–¿Y qué hicieron con ellos?
–Tapas para cargar el fusil.
–¿Boggiani tenía fotografías?
–Sí, muchas.
–¿Qué hicieron con ellas?
–Algunas quedaron tiradas, otras fueron enterradas y otras se conservan.
Contra-colecciones
El inventario de los objetos encontrados por Fernández Cancio cerca de los esqueletos de Boggiani y Gavilán consignaba entre otros una máquina fotográfica estereoscópica, inútil por la intemperie; una lata vacía; dos estuches con permanganato de potasio; una pieza de goma de dibujante; un cinto hecho con piezas de silla de montar arrebatado a un indígena que lo llevaba puesto; una botellita de farmacia con un polvo blanco que parecía quinina; una piedra redonda, pequeña, usada por los indígenas, etcétera. Integran lo que Nicolás Richard llama contra-colecciones: conjuntos de objetos fetichizados a partir de los cuales los indígenas construían la otredad de Boggiani, es decir, la del hombre blanco.
Entre 1904 y 1908, el fotógrafo y botánico checo Alberto Voltech Fric rescató, en diversos lugares del Paraguay, Brasil y Argentina, “prácticamente todo lo que quedó de Boggiani” (lo citan así sus nietos Pavel Fric e Yvonna Fricová en Guido Boggiani, fotógrafo, Titanic, Praga, 1997, p. 20). En retribución por la ayuda para tramitar en Asunción la herencia de Guido, el hermano de este, Oliviero, le cedió los documentos y efectos de Boggiani que había encontrado, entre ellos sus diarios, copias de su correspondencia y un cuaderno titulado Todas las pinturas de Guido Boggiani desde 1880 hasta…, donde el artista consignaba título de obra, técnica, dimensiones y, a veces, nombre del comprador y precio de venta. La segunda parte del cuaderno, bajo el rótulo Catálogo fotográfico, registraba las imágenes según el formato del negativo y el lugar de la toma, y en algunos casos agregaba la fecha.
Fric partió a Europa con sus tesoros. Las placas quedaron guardadas durante casi cien años. Las fotografías fueron dadas a conocer por sus nietos Pavel e Ivonna en 1997 en la antes citada publicación, Guido Boggiani, fotógrafo, en la que explican que Boggiani habría realizado, entre 1896 y su muerte, más de 400 fotografías en placas de vidrio con capa de gelatina de diferente tamaño, que revelaba en laboratorios levantados en medio de la selva.
Diguichibit: retrato, espectro, fantasma
En 1900, en la última edición de la Revista del Instituto Paraguayo que dirigió, escribía Boggiani: “…tengo reunida mucha cantidad de materiales nuevos sobre sus costumbres y un extenso vocabulario de unas dos mil palabras y expresiones de su idioma, a más de una riquísima colección fotográfica de tipos que publicaré algún día en una monografía que voy con mucho trabajo y estudio preparando”. No pudo terminar esa monografía. Los motivos de su muerte quedaron en el campo de la especulación. Según Fric, su cabeza había sido separada del cuerpo para evitar que el alma volviera a reunirse con este y siguiera haciendo daño, ya que “para los Chamacoco la pérdida o robo del alma [que la fotografía provocaba] era una tragedia irremediable, una amenaza directa para la salud y la vida” (en: Pavel Fric e Yvonna Fricová, op. cit., p. 23).
Boggiani sabía de los riesgos de trabajar con la imagen. En el último artículo que publicó en el número 28 (de diciembre de 1900) de la Revista del Instituto Paraguayo, “Compendio de Etnografía Paraguaya Moderna. Conclusión de la Primera Parte”, decía: “…la noche es la que trae los sueños, y los sueños el vivo recuerdo, la imagen de los que fueron. Y como para los Chamacoco el sueño representa la misma realidad, y la imagen que hiere las células del asiento cerebral de la memoria no es para ellos un simple fenómeno de actividad espontánea de ciertos órganos que produce una involuntaria combinación de imágenes ya vistas y de ideas ya tenidas, mas sí el hecho positivo de la presencia del alma vagabunda del pariente o amigo difunto que viene a molestar a los que han quedado en este mundo, estos tratan de aplacarla cantando sus méritos, su valor, sus hazañas, y llorando su partida. Entre los Guaraní las almas vagabundas de los difuntos se llamaban anguera, y eran muy temidas pues aseguraban que siempre trataban de espantar y hacer mal a los vivos. Diguichibit es el nombre que le dan los Chamacoco, y de ese mismo vocablo se sirven para expresar nuestros vocablos imagen, retrato, espectro, fantasma; a las fotografías que representan retratos de individuos las han bautizado con ese mismo nombre”.
Pese a las cordiales relaciones de Boggiani con los Chamacoco, su trabajo de fotógrafo despertaba desconfianza. “El entierro de la máquina fotográfica aparece como un símbolo –demasiado perfecto, furiosamente simétrico–, que representaría una actitud típica del pensamiento indígena…”, dice Nicolás Richard (citado por A. Reyero en “Imagen, objeto y arte: la fotografía de Guido Boggiani”, Íconos, 42, Flacso, Quito, enero de 2012, pp. 33-49), para quien lo ocurrido responde a la necesidad de “borrar los objetos, expulsándolos de la escena a través del recurso ritualizante”. Una suerte de exorcismo.
Imagen pese a todo
En 1898, Boggiani había empezado a remitir negativos a la Sociedad Fotográfica Argentina de Aficionados. Serían editados en 1904 por el etnógrafo alemán Robert Lehmann-Nitsche, director del Museo de La Plata: cien tarjetas postales impresas en heliograbado con un suplemento de doce desnudos reservado para científicos: Colección Boggiani de Tipos Indígenas de Sudamérica Central. Lehmann-Nitsche afirmó que “en la obra de Boggiani se reconoce por primera vez el principio artístico en la fotografía antropológica”.
Si bien las fotografías de Boggiani son de excepcional valor científico, se alejan de los cánones de la fotografía etnográfica por su calidad artística y la familiaridad con los “retratados”. Al hieratismo de la fotografía científica oponía la mirada estética y la percepción psicológica de los personajes. En unas diez fotos del conjunto rescatado tras su muerte, los retratados ríen, como cómplices de un juego. Esto no seguía los patrones de la época, que objetivaban al indígena y lo clasificaban fríamente, cosificándolo. No siempre la risa era plena, ni la seriedad completa: existen imágenes de sonrisas apenas esbozadas, que irradian una serena belleza.
¿Qué transacciones reales, imaginarias o simbólicas subyacen en ellas? ¿Cuál es la trama oculta de esa escena con cuatro o cinco muchachas indígenas e igual número de soldados paraguayos? ¿Había alegría en la risa de Millet o solo era una reacción nerviosa a un dispositivo extraño? Cabría decir que a Boggiani le gustaba ficcionar, y a veces recreaba modelos clásicos. Es difícil no evocar el David de Miguel Ángel ante el retrato desnudo de Vicente, uno de sus amigos Chamacoco, o ver una Venus renacentista en la hermosa joven Caduveo que accedió a posar tras enviar mil veces a sus esclavas para satisfacer las solicitudes del fotógrafo; esa joven a la que Boggiani describió en su Diario como “una bellísima señorita, grácil, alta y flexible como una visión de Sandro Botticelli”.
“Si todas las fotografías que he tomado salen bien –escribía Boggiani en su diario de viaje en territorio Caduveo–, esta sola colección tendrá un valor apreciable. No valdrá solamente para conservar el tipo de una tribu histórica y etnográficamente de las más interesantes y que está en vísperas de extinguirse totalmente, sino que conservará también la memoria documentada de las extraordinarias aptitudes artísticas para el arte ornamental, que la distingue de modo especialísimo entre todas las tribus indígenas de la América del Sur, y acaso también de entre todas aquellas en igual grado de civilización del mundo entero” (en: Pavel Fric e Yvonna Fricová, op. cit., p. 20).
En el principio era un crimen…
El Boggiani que conoció el límite en el supuesto encuentro con Luciano ya no era el Boggiani joven y bello que en 1895 había recorrido Grecia con Gabriel D’Annunzio, que veía en él el arquetipo del expedicionario, símbolo de la Europa en expansión colonial que reivindicaba en nombre de la Razón y el Poder. En su poema Maia, el poeta viaja a las fuentes de la cultura occidental al amparo de Ulises y Guido Boggiani, el amigo asesinado recientemente. Sandro Abate, en “Poesía y colonialismo: Maia de Gabriele D’ Annunzio” (Cuadernos de Filología Italiana, 189, 2009, Vol. 16, pp. 187-200) señala que “por medio del paralelismo Ulises-Boggiani –dispositivo estructural que enmarca el viaje– se promulga el nuevo arquetipo heroico: el explorador y colonizador de tierras lejanas, el hombre blanco europeo que por medio del arte y la técnica se siente habilitado para acceder al control de una amplia gama de culturas subordinadas”. El Boggiani del poema de D’Annunzio, sigue Abate, es pálido, de ojos clarísimos, cabellos rubios, corazón ebrio de inmensidad, pies veloces y paso expedito, cierto y ligero. De su límpida voz se espera la narración de su conquista lejana, en tanto su ávido corazón lo impulsa a errar en un espacio cada vez más amplio.
¿Cómo era el Boggiani que desapareció en el Gran Chaco? El crimen, cuyos móviles quedaron en la nebulosa, parece reactivar el mito que da origen al orden social Chamacoco: el asesinato fundante. “En el principio de los tiempos, cuando los hombres acometieron el teocidio de los Anábsoro, los Chamacoco quedaron condenados a la complicidad de un secreto y a la espera del momento último en que Nemur, el anábsor sobreviviente, volverá para cobrarse la muerte de los suyos y desatar el exterminio...”, dice Nicolás Richard (op. cit., pp. 33-49).
Luciano y los demás Chamacoco apresados por Fernández Cancio fueron juzgados en Asunción y liberados por falta de pruebas. Casi treinta años después, el general ruso Juan Belaieff decía que la sola mención del nombre de Boggiani aún causaba consternación entre los indígenas. Al otro lado del mundo, entretanto, resonaban todavía las palabras con que Boggiani había dedicado a su madre Viaggi d’un Artista nell’America Meridionale. I Caduvei (Mbayá o Guaycurú), su primer libro de viajes, “fruto de los años transcurridos lejos de ti, en la plena libertad de los bosques silenciosos, inundados de sol, de colores, de perfumes y de misterio…”.