La pesada digestión del cambio histórico y el culto a la “kuña guapa”

Por una de esas paradojas subterráneas que corren bajo las superficies de todas las culturas, la sociedad paraguaya, en todo lo que se refiere al hombre y la mujer, parece movida por dos impulsos antagónicos tan contradictorios entre sí que su convivencia debería ser imposible sin que se anularan mutuamente.

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Es prácticamente seguro que todos los habitantes del Paraguay conocemos uno o varios casos que podrían ilustrar cada uno de los polos de este extraño dualismo, pero, bajo la peculiar incoherencia que el conflicto entre tan diversas anécdotas pone de manifiesto, hay una constante que sustenta y explica este aparente absurdo de nuestra tradición local.

Hoy escuchamos la noticia de una especie de sabotaje a la iniciativa laboral de una señora definida en el relato como “muy valé”, muy valiente, sabotaje atribuido, entre otras cosas, a inseguridades y prejuicios relacionados con lo que se conoce como el “machismo paraguayo”. Una expresión que alude a muchas cosas, a primera vista inconexas e inexplicables.

Al tiempo que el macho vernáculo se precia de su distancia del ámbito doméstico, y llega a desdeñar sus responsabilidades conyugales y paternales en lo que concierne al sostén económico de la familia, escuchamos mofas, igualmente frecuentes, que denigran al “mantenido”, al “kuña’i” (mujercita), incapaz de cumplir su función de patriarca proveedor del hogar.

Y, al tiempo que oficialmente se salmodia la rancia apología de la “kuña valé” o de la “kuña guapa”, de la “mujer valiente” o “esforzada”, si nuestro oído no está curtido aún, nos puede dejar helados de horror escuchar una expresión tan denigrante como la ancestral “che servihá” (“la que me sirve”), con la que, con pasmosa naturalidad, aluden algunos hombres a su mujer o a su esposa, que acepta tamaña enormidad con la misma indiferencia con la que oiría llover.

Saliendo por un momento del caso de Paraguay, en la sociedad occidental, el paso del Medioevo a la Edad Moderna fue, entre otras cosas, el paso de la economía feudal a la economía industrial, y esto supuso que el lugar de producción cambiara del hogar a la fábrica; la industrialización hizo visible el trabajo productivo de las mujeres al sacarlo del ámbito de la economía familiar, lo que, en su momento, suscitó hostilidad hacia ese trabajo femenino externo al mundo doméstico, hostilidad traducida en la censura por el abandono del cuidado de la prole y de la casa que implicaba. Muchos rasgos de la inferioridad teórica defendida por cierta tradición se tornaron entonces en virtudes postuladas como característicamente femeninas: calidez, abnegación, ternura, todo lo que hoy se llama “empatía” y, en fin, todo lo que pudiera definir a la mujer como un ser destinado por sus aptitudes naturales para “realizarse”, como también se diría hoy, consagrándose al cuidado de otros.

La figura del ama de casa se convertiría así en el modelo ideal, por antonomasia, de mujer y en el verdadero “pilar” del bienestar la familia burguesa. Por eso, a pesar de que, en el proceso de industrialización, la necesidad económica condujo a las mujeres proletarias —no a las mujeres de las clases medias— a incorporarse masivamente al nuevo mercado de trabajo como mano de obra barata, la virtud femenina prosperó como argumento a favor de la reclusión de la mujer en el espacio privado al convertir en presunto mérito su no menos presunta inferioridad.

La esposa y madre dedicada en exclusiva al trabajo doméstico y a las responsabilidades del cuidado de la familia se convertiría durante el siglo XIX en el ideal femenino. Un ideal, en el fondo, terriblemente misógino, como se ve a poco que se repare en las limitaciones del modelo que postula. Y, sin embargo, pese a que el trabajo doméstico y las responsabilidades del cuidado fueron elevados a la altura de una especialidad misteriosa y compleja que exigiría una total dedicación, ante la dureza de los hechos —que las mujeres eran productivas como los hombres en el trabajo industrial—, no cabía sino complementar lo anterior con tesis más contundentes. El trabajo de la mujer empezó a ser visto como algo que ponía en tela de juicio la capacidad del marido como proveedor. El refuerzo del poder económico como signo de hombría entre las clases medias lo ilustra un dato curioso que me comentó una vez un historiador español de paso por Paraguay: en la España del siglo XIX, un hombre cuya mujer fuese flaca por constitución tenía que conseguirse una amante gorda para evitar la sospecha de que él no podía permitirse comprar alimentos en abundancia.

Las virtudes afirmadas como atributos naturales de las mujeres representaban otras tantas razones para su dedicación a los quehaceres domésticos y su alejamiento del espacio público, pero la extensión de las políticas educativas y de la alfabetización que la Modernidad trajo consigo promovió una paulatina incorporación de las mujeres al mundo académico. A la necesidad económica, por esto entre otras cosas, se fueron sumaron más objetivos para trabajar fuera de la casa: independencia económica, autonomía personal y social o, simplemente, el desarrollo de alguna vocación profesional.

Aunque todo ese proceso, groseramente abreviado en los contados párrafos anteriores, es ya cosa pasada, y la discriminación formal de las mujeres en la política y en la ley, que yo sepa, también lo es en la mayoría de los países latinoamericanos, las ideas tienen su propio tiempo, que es el de los hábitos que arrastran tanto como lo decida el capricho de la inercia.

Así, si en Paraguay la “kuña guapa”, trabajadora, “valé”, convive con el dominio del que la llama “che servihá”, y si este se debate entre el culto oficial a esa especie de —insoportablemente virtuosa— santa laica y la lógica aversión contra una figura a cuya altura, dado lo absoluto de su pretendida perfección, él no puede estar ni en sueños, es por la lenta y pesada digestión de las transformaciones históricas en la siesta de las ideas heredadas.

Esa mujer, excluida de los aspectos más interesantes de la vida al tener que hacerse cargo ella sola del hogar, encarna tontamente un ideal femenino que le da responsabilidades pero no, al parecer, necesariamente derechos: si le dicen —si se deja decir— “la que me sirve”, es que no se los da. Y ese hombre, a medias humillado y a medias fanfarrón, no es más feliz, según creo. Ella consiente en existir como un ser para el trabajo y, con ello, en no existir como un ser para el placer ni para la libertad, él pierde buena parte de su amor propio a cambio de una caricatura de libertad y de placer, y cada uno de los dos tiene lo que se merece. Dos mitades muy complementarias de una naranja realmente insípida. Hasta que se decidan a cambiar de menú. Si quieren, claro.

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