Nandí Verá

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Mañana, lunes 8 de junio, a las 20:00 horas, se presentará en el Museo del Barro un nuevo libro de Ticio Escobar: Nandí Verá. Catálogo crítico de la obra de Osvaldo Salerno, que registra toda la producción de este artista, desde 1969 hasta el 2015. La edición es de Adriana Almada; el sello, del Centro de Artes Visuales/Museo del Barro. Lo presentará Albán Martínez, presidente de la Asociación Internacional de Críticos de Arte, capítulo Paraguay. A continuación, parte del artículo «Tacumbú», que cierra el libro

TACUMBÚ

La extrema precariedad de la cárcel de Tacumbú, ubicada en Asunción, se ve agravada por la sobrepoblación penitenciaria. A pesar de que cuenta con programas educativos aislados, el penal carece de un régimen eficiente de rehabilitación, por lo que los reclusos se ingenian para desarrollar diversas actividades, básicamente artesanales, que les permiten aliviar los rigores del encierro. En algunas ocasiones, esta práctica cumple además otras funciones, como la de proveer puñales a los presidiarios, necesarios para resistir, vengar agravios o acrecentar poder en un ambiente violentamente competitivo. Las hojas de las armas son confeccionadas con hierro obtenido de fragmentos de rejas y utensilios diversos. Los mangos, algunos provistos de cruceta, son elaborados mediante una meticulosa artesanía que emplea materiales diversos: trapo, cuero o bolsas de plástico procesadas con agua caliente. Así tratado, el plástico deja la seña de sus colores, que perturban la fosca penumbra del hierro. Tan importante resulta la presencia de estos tonos, que en guaraní se suele llamar a este tipo de armas ýva pará, que significa aproximadamente «mango con varias zonas tonales». El término tiene connotaciones estéticas.

Obviamente, estas armas se manufacturan, circulan y, sobre todo, se emplean de manera clandestina. El arte de esconderlas configura en sí un oficio diestro. Periódicamente, las autoridades carcelarias realizan inspecciones minuciosas para incautarlas. Después de su decomiso, pasan a ser almacenadas en un depósito del Poder Judicial como elementos probatorios, inútiles evidencias de crímenes cometidos en el curso de otros delitos, pendientes por lo general de procesos olvidados.

No es extraño que a Osvaldo Salerno le interesen estos objetos intempestivos, causantes de una punzada breve y, quizá, definitiva que los vincula con la figura de un lance conceptual. Deleuze asocia el nombre «concepto» al de «concetto», la punta filosa que desgarra y atraviesa la superficie, que instituye la profundidad del otro lado. Roberto Amigo (en La inminencia, Asunción, CAV/Museo del Barro, 2006) dice que Salerno «es un artista que desdibuja el límite: siempre hay algo más de lo que creemos ver. Oculta el puñal bajo el poncho para evitar que sepamos la dirección del ataque y sorprendernos indefensos». Estos objetos son tortuosos. Primero, porque son arteros: carecen del brillo rápido con el que el acero advierte, aunque lo haga demasiado tarde. Segundo, porque son sombríos, no sólo por su apariencia, sino por su carácter doblemente solapado: ilegales en el trasfondo de lo ilícito.

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Pero las herméticas armas de Tacumbú tienen otras notas que se ajustan al imaginario de Salerno: se encuentran sustraídas a la imagen y al nombre. Por un lado, están concebidas para no ser vistas. Por otro, son innominadas, aunque recibieran piadoso bautismo en guaraní. Si bien se las llama puñales, en rigor no son tales, pues sus hojas no son de acero; por lo tanto, tampoco corresponden a la categoría de armas blancas. No pueden, por otra parte, ostentar títulos mayores, como el de espada, ni denominaciones utilitarias como cuchillo, ni ser designadas como navajas, pues su diseño no permite que se guarde el filo.

Por esos motivos, y vaya a saberse por qué otros, Salerno inició complicados trámites para obtener del Poder Judicial piezas que ya habían sido descartadas como elementos probatorios. Luego de varios meses y previa autorización de la mismísima Corte Suprema de Justicia, le fueron entregadas en carácter de préstamo bajo plazo indefinido para la realización de «una obra de arte». La tal obra tiene peculiaridades que hacen que sea tratada sobre el límite de este libro, casi como una coda, casi al margen del texto principal.

EL PUÑAL

En puridad, esta obra, que terminó titulándose El puñal nº 72, no surgió concebida como una propuesta de arte, en el sentido en que Salerno plantea usualmente esta figura. Los puñales (de alguna forma deben ser llamados) fueron solicitados para levantar un montaje en uno de los once escaparates que integraban la muestra La edad de los metales (Centro Cultural Citibank, 2014), que desarrollaba planteamientos estéticos en torno a la materialidad del metal, pero no pretendía ser una obra de autor. Tiempo después, al revisar imágenes para ilustrar este libro, el artista relacionó el montaje con una historia sobre puñales que le había relatado un expresidiario y encontró en él un concepto imprevisto, colado en el escaparate.

En gran parte, una obra es tal por la inscripción, el para-sí, que se hace de ella, aunque la asignación de este carácter de obra haya sido posterior a su factura. Ciertas cosas o acciones devienen obra al ser nombradas como obra, aunque debieron haberse ganado el derecho a ese nombre manipulando la forma, apelando al deseo. (Efectos performativos: la inscripción hace que las fuerzas dormidas en el objeto despierten y logren convocar la mirada).

Vayamos al montaje del escaparate, a la obra. Los 71 kysé se enfrentan en dos conjuntos, erizados como las partes de una boca feroz de puros colmillos. Dada la procedencia de las armas, los grupos podrían corresponder a dos bandos opuestos de presidiarios, listos para una riña violenta, de esas que se desencadenan súbitamente en el penal y terminan sin más rastro que las heridas de los combatientes o la muerte de alguno de ellos, impune según las reglas del ajuste de cuentas. Aunque el nudo del relato se centra en este enfrentamiento, en la parte inferior de la vitrina se exhiben utensilios cuya presencia interfiere una lectura puramente agresiva de la pieza. No son instrumentos de violencia, sino herramientas de esforzado trabajo rural: una azada y una hacha que parecieran recordar que el motivo fundamental de la obra debería enfocarse en el metal con el que están confeccionados los objetos. Sin embargo, las connotaciones que penden, puntiagudas, de la parte superior, así como el planteamiento narrativo del montaje, recuerdan en estos inocentes utensilios el aciago motivo de las tibias cruzadas y despiertan en ellos la peligrosa memoria del filo que guardan (en más de una ocasión la azada y el hacha se desvían de sus nobles fines en pos de arrebatos asesinos).

Entonces, se reubica la mirada. Y el concepto se desplaza; deja de ilustrar estéticamente los usos del material para asumir uno de los desafíos centrales del arte actual: conciliar la bella forma con el ímpetu de cuestiones extraartísticas que empujan a desbordarla, a eliminarla incluso. El arte contemporáneo comienza con la odisea de sus propias paradojas. Comienza, quizá, con la maldición de Benjamin: la que condena el aura y quebranta argumentos basales del discurso moderno. Así, entra en crisis la idea del arte como síntesis. Y zozobra una definición suya centrada en el equilibrio –o la tensión– entre la belleza de las formas y la verdad o la poesía de sus contenidos. El conflicto entre la estética (el reino de las formas, el territorio del significante) y el mundo (la realidad, lo real, lo que ocurre fuera del círculo de la representación) debe ser resuelto o, por lo menos, planteado, en cada caso. La obra deviene contingente: puede o no conquistar la mirada; puede o no promover acontecimiento, renombrar las cosas, trastornar el carril del tiempo.

El puñal nº 72 se organiza a partir de un antagonismo entre la templada composición formal y la turbiedad de historias, imágenes y significados que se resisten al orden de la sintaxis. El juego de los colores y los tonos, la disposición de las figuras y el ritmo –o la métrica– del discurso, se encuentran calculadamente manejados, como la proporción de las piezas y el equilibrio del conjunto se acomodan a una armonía visual que podríamos calificar de bella. Pero justamente a través de ese ordenamiento claro se manifiesta la amenaza de un mundo paralelo, o un submundo. Impulsados por la fuerza de la culpa o por las razones de la justicia ganada por mano propia (redimidos o mancillados por el cuerpo abatido), los tonos vivos, que encienden el mango de los puñales y levantan el fondo de la obra, intensifican también la inminencia de un acontecimiento que aguarda afuera del cristal del escaparate o detrás del fondo de la escena. En los ámbitos del arte, la belleza se traiciona siempre; emplea el brillo de su apariencia para asestar un golpe desprevenido: producir un corte hondo que rasga el espacio y lo abre a otro lado.

EL ENCIERRO QUE HUELE A INTEMPERIE

El 7 de enero de 1970, un estudiante preso en el penal de Tacumbú por su militancia antiestronista fue objeto de «escarmiento disciplinario»: no había reconocido al director del penal y, por lo tanto, no lo había saludado con el trato que exigía su cargo. El castigo, aplicado sin recurso de defensa, afecta al culpable con la categoría de preso jo’a, «doblemente preso», que se aplica a quienes cometen un delito dentro del presidio. La sanción consiste en el traslado temporario a un espacio residual ubicado entre los pabellones 5 y 6, desde donde, al amanecer, los sancionados son llevados a picar piedras en la cantera del presidio.

La cárcel de la cárcel funciona en un largo y estrecho pasillo a la intemperie. Totalmente despojados de enseres personales, allí duermen en el suelo (o sueñan que duermen) presos que habían olvidado su delito y decidido recordarlo, reos sin causa o personas desesperadas que habían cometido faltas graves, delitos o crímenes (según la escala tipológica legal, libremente interpretada). Las ratas usan este pasillo como corredor; se desplazan tan veloces que a veces no tienen margen de maniobra y chocan entre chillidos con los cuerpos tumbados.

A medianoche, el estudiante escucha el susurro de su nombre que brota de la pared contra la cual se ampara. En verdad, la voz viene de una pequeña ventana con barras casi a la altura del suelo y es de un recluso que se declara correligionario de Pocho Livieres, compañero de celda y de causas del estudiante. Villordo –tal el nombre del recluso– ha decidido amparar al estudiante y le pasa entre las rejas un mate recién cebado, dos galletas-cuartel y un Tacumbú kysé, suerte de puñal envuelto en un paño inesperadamente limpio, para defenderse de quien lo atacara durante la noche, según un inexplicable rito que tiene como víctima a los inquilinos recientes. «Pero no será necesario», le dijo, «te acompañaré durante esta primera noche». Él cebaba el mate desde su celda pegada al muro y lo pasaba una y otra vez. Como un medio de sostener la vigilia, Villordo contó su historia. Era un joven campesino a punto de casarse que vivía cerca de Guarambaré. El rico del pueblo, un estanciero que acababa de cometer un asesinato, le propuso un trato: «si vos, que nada tenés que perder en cuanto al prestigio de tu nombre, te declarás culpable, yo te daré una suma importante de dinero y contrataré a un abogado que te liberará enseguida». Villordo honró su parte y fue a Tacumbú, pero su contraparte no cumplió la suya. Transcurridos muchos años, el joven campesino dejó de ser lo uno y lo otro, perdió a su novia y se distanció de sus allegados. La cárcel había pasado a ser su hogar: no tenía afuera nada que hacer y a nadie que lo esperara; sus compañeros de presidio habían ocupado el lugar de los suyos. Al cumplir su condena, se dirigió al estanciero y lo mató de manera diestra con el puñal que, en ese momento, el estudiante apretaba con mano asustada. «Ahora se hizo justicia: tengo legítima causa de encarcelamiento», dijo con orgullo. Llegado el momento de la despedida, el estudiante devolvió el puñal al matador del estanciero. Péa nemba’erã («esto es para vos»), le dijo Villordo. Pero el estudiante no lo aceptó: no sabría dónde ocultarlo.