Pozo Colorado, de Daniel Mallorquín

Sobre la recientemente inaugurada exposición Pozo Colorado, de Daniel Mallorquín, que se puede visitar hasta fines de mayo en Hive Co-Working (Teniente Pedro Ballota Zárate 288, esquina Dr. Antonio Bestard, Asunción).

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Si una superficie densa –pero más blanda– recibe la presión sólida de un cuerpo, sobre aquélla puede quedar un hundimiento, la marca de que algo ha sido tocado. Este es un conocimiento que se adquiere, quizás, en los primeros contactos de palmas de manos o plantas de pies con la tierra. La serie Pozo Colorado de Daniel Mallorquín indaga en esta intuición primitiva, y recoge distintas claves poéticas del vestigio corporal sobre la materialidad de la tierra –la colorada; dominante de la edafología local–, mientras alude a retornos y reinscripciones, a vacíos indiciales y a identidades liberadas.

Los objetos de Mallorquín presentan trazas antropomórficas, pistas de morfología humana en cuencos de tierra, exhibidas en contenedores que recuerdan excavaciones arqueológicas precarias. Así como ocurre con las imágenes que nos devuelven los espejos, las huellas también poseen inquietantes ecos de identidad, y sugieren posibilidades: sobre ellas, se puede volver, primero, para cotejar el calce del propio cuerpo en el rastro que dejó; se puede comprobar que otro cuerpo, de proporciones similares, podría ahí alojarse; y aun, que una anotomía diferente, eco equívoco y repetido de su referente, podría surgir del vacío, así devenido molde.

Porque, en algunos casos, el hallazgo de huellas –negativos de una identidad– posibilita la restitución material o imaginaria del volumen de sus ausentes. Se puede, entonces, guardar un calco que reproduzca, incluso repetidas veces, el costado visible que dejó un animal o un humano al pasar o al caer. Y así parecen operar algunas piezas de Mallorquín, dramatizando el gesto de paleontólogos o detectives, reconstruyendo, sin embargo, el calco, con la misma materialidad del molde. Pero la verdadera amenaza podría estar, sin embargo, en la constatación de una ausencia problemática y activa, algo que los cazadores bien saben: si aparece una huella, eso puede indicar que algo por ahí anda suelto.

Esta invocación –de aquello que anda suelto– es recurrente en la obra de Daniel Mallorquín, que explora los lindes de lo lúgubre, mediante series en las que, espectrales, aspectos reprimidos o traumáticos tienen un retorno ominoso.

Dicho retorno parece ser la preocupación en algunas obras de Pozo Colorado, en la que el esqueleto en sí se trate de una huella, aunque interna, invertida: visible apenas cuando la piel ya se retiró, y la carne se volvió tierra, tal vez por eso sea en tantas culturas el símbolo tautológico de la muerte. En dos piezas que integran la exposición, cráneos humanos cubiertos de tierra recuerdan la profanación de antiguas urnas funerarias guaraníes, en las que pueden ser encontrados fragmentos de huesos, pero también de su culto y devoción; al tiempo de poseer estas piezas reverberaciones de hallazgos forenses de desaparecidos durante la última dictadura militar: cuerpos cuya piel conjunta es ahora el pozo del que su identidad espera ser recobrada. El retorno de un muerto posee, pues, cualidades ambiguas, pero en cualquier caso amenazantes.

En Pozo Colorado, la morada eterna subterránea cede, sin embargo, ante dos otras moradas: la de la patria y la del hogar.

En un cuento de Cristino Bogado, Pesimismo FM, el cataclismo pos-apocalíptico del capitalismo hunde al Paraguay insular, y –Atlántida sudamericana– lo borra del mapa. Como en el cuento de Bogado, una pieza de Mallorquín vacía de país la cartografía; la tierra erosiona y lo que resta es el negativo de todas aquellas imágenes que apelan a elevación y reconstrucción vertical: quizás aquello que Carlos Villagra Marsal definió precisamente en clave de «pozo cultural».

Tal vez esa tierra erosionada pueda constituir una exterioridad acotada y satelital; se podría decir provinciana y lunar, en función de una totalidad como la del país. Un objeto central en la exposición de Mallorquín recuerda una casa tapiada de adobe, pero sin puertas ni ventanas. Demasiado pequeña como para contener su propio esqueleto de vigas, es una casa excedida de sí, con varales y patas para ser transportada como un arca, y que tal vez pulse por guardar en su interior lo Real lacaniano: esa luz que no se puede mirar, la sombra que no se pueda tocar. Arca cuyo oro que la reviste no brilla, y que es la simple tierra expelida por Gea al embestir la Tierra, puede ser el cuerpo en retirada frente a un cataclismo con cualquier otro nombre que amenace con destruir la historia.

guyrapu@gmail.com

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