Karãu (1)

Ahora conoceremos una leyenda que ha ganado mucha popularidad, tanto en los ambientes rurales como en las ciudades de nuestro país.

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Hay que entender muy bien que esto es una leyenda. Una leyenda mítica. Eso quiere decir que nos referimos a personas y hechos que no tienen autenticidad histórica y narra situaciones puramente imaginativas.

Y esta es la leyenda que empezó a contarse y se transmitió de boca en boca, en la edad equívoca en que la nacionalidad paraguaya surgía del mestizaje de los españoles con los guaraníes.

Entonces reinaba el matriarcado. Es decir, que la madre era la que dirigía el hogar.

—En mi casa pasa lo mismo— me dirán ustedes, y yo les diré que en la mía también.

Y eso es consecuencia de lo que allá por el siglo XVII ocurría en nuestro país.

Por razones que ahora no vienen al caso, el hombre estaba ausente y, entonces, era la mujer la que —además de ocuparse de la chacra, cocinar, lavar, limpiar la casa— se ocupaba de la educación. Esculpía virtudes en el alma de sus hijos sin hacerse notar, con la fuerza de una corriente subterránea cuya influencia duraba para toda la vida en el mestizo.

Como ella era todo en el hogar, los hijos la consideraban poco menos que una diosa, así que faltar a las leyes no escritas que la ponían en primer lugar era falta que merecía severo castigo.

Aclarado este punto, se comprenderá mejor cómo surgió en aquellos tiempos la leyenda de Karãu.

Doña Kurusu (De la Cruz la habrán bautizado, pero le decían así), era la madre de varios hijos cuyo padre había desaparecido.

En la época en que se desarrolla esta historia, esos hijos ya eran mayores, endurecidos por el sol y el trabajo del campo.

Seguramente se pasaban la semana trabajando en su capueras y solamente se reunirían una vez —el domingo, quizás— para pedir con el «tupãnói» —es decir, juntando las manos—, la bendición de la madre.

Después irían a divertirse en los infaltables bailes que había en su valle. Uno de los muchachos, hijo de ña Kurusu, era alto, moreno, de nariz un poco alargada a aguileña, gallardo, de modales gentiles y tenía fama de conquistador. A decir verdad, muchas eran las chicas que suspiraban cuando se hablaba de él o venía apareciendo en alguna fiesta campestre.

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