La noche del 12 de marzo en la central nuclear de Fukushima Daiichi todo eran carreras, pánico y barras de uranio fuera de control.
A pocos kilómetros de ese complejo, decenas de personas, familias con lo puesto, dormían en un aparcamiento sin electricidad que solo se alumbraba con el paso de los convoyes militares.
En la zona de exclusión los teléfonos móviles solo funcionaban a ratos y la radio emitía el mismo parte de emergencia en todas las frecuencias disponibles, mientras que las réplicas y la proximidad del océano no dejaban de recordar: “llegar a mañana no depende de ti”.
Esas familias, que solo empacaron ropa para unos días, como la de Yun con sus dos hijas pequeñas, posiblemente jamás regresarán a vivir en lo que fue su pueblo, que sigue hoy detenido en la tarde del 11 de marzo de 2011.
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Al día siguiente, mientras helicópteros examinaban fugas en los reactores, decenas de vehículos permanecían abandonados en medio de las calles de Futaba, columnas de humo se dibujaban en el horizonte y al silencio solo lo interrumpían los ladridos de los perros atrapados en las viviendas recién desocupadas a la carrera.
El día 13, con los reactores y las piscinas de combustible nuclear fuera de control, estaba claro que a la catástrofe del terremoto y el tsunami se sumaba el escape radioactivo, ya de grandes proporciones.
Tras establecer el precario perímetro de la zona de exclusión algunos intentaban colarse para volver a sus casas, mientras que en el pueblo de Iitate se afanaban por reabrir alguna ruta de autobús al tercer día, pese a que el aire rabiaba de radiactividad y muchas zonas estaban ya condenadas a décadas de abandono.
Con todo, lo peor en la central de Fukushima Daiichi no alcanzó el nivel de Chernóbil (el gran escape radiactivo de 1986 en Ucrania que afectó a millones) este es el desastre nuclear más grave que ha sucedido desde aquel año.
