Fue la desinteresada voz que hacía escuchar el dolor paraguayo. Un dolor que también era suyo. En solo seis años en nuestro país, construyó el monumento cultural y cívico que perpetua su nombre.
¿Qué hizo que Rafael Barrett viniera y se quedara en el Paraguay? ¿Qué hizo que lo amara tanto hasta el punto de ofrecerle la vida? ¿Qué hizo que su entrega fuese total a la causa de un pueblo que procuraba sacudirse de sus desgracias? ¿Fue tan grande su alma que tomó como suyo el drama cotidiano de las huellas de una guerra de exterminio? ¿Qué encontró que le sedujera de tal manera que le hiciera resistir la barbarie? ¿Por qué no abandonó el país cuando las autoridades se ensañaron contra él? ¿Qué extraña fortaleza tenía su espíritu para desafiar a quienes dirigían la República? ¿Creía más en el vigor del pensamiento que en la brutalidad física? ¿De dónde el convencimiento de que sus palabras, encendidas y cargadas de verdades, triunfarían en un medio atrapado por la sordera?
Su fama llegó a España desde el Paraguay y el Uruguay. Del Uruguay porque la barbarie nativa, alojada en el gobierno de la República, se dio el lujo de acallar una voz que molestaba con la verdad, con la pureza de sus ideales. ¿Ideales? Sí, de esos que iluminan pero también incineran. ¿En qué momento, cuál fue la chispa que dio vida al más admirable humanismo que habría de recodarse siempre? ¿Cuándo el alma de Barrett se vio abrazada por la compasión y la fraternidad? ¿Sintió el dolor paraguayo o extendió al país su propio dolor? ¿Vino enfermo del alma o aquí se enfermó? ¿Necesitaba del impulso de un país en desgracia para darse a la tarea -que la llevaría hasta su muerte prematura- de pensar y escribir lo pensado? Con todos los padecimientos que le ofreció el Paraguay como única recompensa a sus desvelos ¿qué le hizo decir hacia el final de su vida “el único país mío que amo entrañablemente”?
Sus primeros escritos periodísticos en Buenos Aires revelaron una inteligencia fría, desentendida de su entorno inmediato. Había en ellos la luminosidad de los libros y la expresión de una inteligencia singular pero les faltaba la vida de afuera, de la calle, de otros seres humanos. En el Paraguay la encontró a plenitud. Sí ¿pero en qué momento? ¿Cuál fue ese instante de revelación? ¿Acaso al ver la tragedia de una revolución, el llanto de una madre enlutada? Sus escritos son de indignación, de esperanza, de dolor. ¿Conoció el Paraguay en el campamento revolucionario de 1904 donde se pasaba revista a los acontecimientos que dieron lugar a la rebeldía? ¿Cuanto escuchaba y veía modificó su idea acerca de la tarea intelectual?
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¿Nació, entonces, en los campamentos de Villeta su interés de acercarse al prójimo? ¿Es aquí donde comenzó a sentir su misión profética? Los temas por los que habría de preocuparse le vendrían a raudales. El final de un régimen político tumultuoso daría inicio a otro más tumultuoso aún. Para conocer el presente estudió el pasado: en los libros y en las reuniones con quienes hacían la historia. En estos coloquios, prolongados y ardorosos, inició su aprendizaje, no de la política, sino de los políticos. Su sensibilidad e inteligencia pronto le hicieron comprender, y escandalizar, la naturaleza de las personas que estaban en el poder o en la oposición. No encontró que fueran moralmente diferentes. Escuchaba al opositor de hoy con un discurso que sería distinto mañana cuando subiera al poder, el que pronto perdería para retomar sus ideas olvidadas en el gobierno.
Desde sus primeros escritos en la prensa paraguaya las autoridades le miraron de reojo. No querían escucharle porque era una voz extraña. Vino de otras tierras. Pero Barret no lo creía así porque, dijo, No soy un extranjero entre vosotros. La verdad y la justicia, cualquiera que sea la boca que la defienda, no son extranjeros en ningún sitio del mundo. Y si lo fueran ¡qué dignos seríais de infinita lástima.
La voz de Barrett es tan potente que hasta hoy nos llega para contarnos los sucesos de hoy.
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