La Navidad, el regalo más grande

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Hay una famosa canción de Tiziano Ferro y Amaia Montero que se llama “El regalo más grande”. Cuenta la historia de una persona que quiere hacer un regalo especial a la persona amada, algo único, diferente, como un sueño escondido, no algo sin trascendencia que se puede dejar olvidado en un tren. Después de ver distintas alternativas, ambos enamorados concuerdan que el regalo más grande es la presencia eterna de la persona amada, de un “tú” consciente, cercano, próximo, que palpita una vida plena: todo esto es, en el fondo, la Navidad.

En el establo de Belén se concentra uno de los grandes misterios de la humanidad y de la fe: el cielo y la tierra se pueden tocar y de hecho se tocan. Es la fusión de lo eterno con lo perecedero, de lo concreto con lo infinito. La Navidad es con derecho propio la fiesta de las fiestas, la fiesta de los regalos, no por el voraz consumismo que el capitalismo inconsciente promueve, sino por la fe más elevada. La Navidad es la celebración del regalo más grande de todos: la presencia de Dios, que se ha dado así mismo a la humanidad en un acto sublime de humildad, grandeza y misericordia.

Vivir la Navidad es aceptar que toda vida humana es en sí misma un regalo y que el regalo más grande que podemos hacer a los demás es dar algo de nosotros mismos, nacer para entregarnos, ser humildes, cercanos, especialmente con los que no pueden darnos nada parecido a cambio, sobre todo a los que no tienen la capacidad de llenar nuestras expectativas. Vivir la Navidad es esto: entregarse, hacerse presente, a la humanidad, en lo sencillo, en lo concreto, en lo material, en el silencio, en lo escondido.

Vivir la Navidad es hacerse presente a través de una presencia que sea antídoto ante lo banal, insustancial y superfluo. Vivir la Navidad es acercarse a lo esencial a través de un despertar de la conciencia que nos permite conectar con el alma, ver la grandeza más sublime en las criaturas más frágiles e indefensas.

Vivir la Navidad es volver a casa, regresar al origen de todo, al hogar primario, a la fuente de nuestra vida, con una pureza de corazón que posibilita el sano olvido que lleva al necesario perdón que debe estar presente en todas las familias, en toda persona, en todo corazón. Los que no perdonan pagan una factura demasiado alta: la incapacidad para ver, aprender y disfrutar la grandeza que se encierra en la otra persona. Con razón, Robert Spaemann escribió: “Perdonar es no tener demasiado en cuenta las limitaciones y defectos del otro, no tomarlas demasiado en serio, sino quitarles importancia, con buen humor, diciendo: ¡sé que tú no eres así”.

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Vivir la Navidad es prestar atención a las cosas importantes, a la conciencia personal y colectiva, al mundo interior. La sociedad está programa para mirar hacia afuera, sin dedicar tiempo de calidad a lo que sucede en el interior de las personas. La atención lo es todo, porque la atención es energía que nutre -e incluso crea- la realidad. ¿Dónde ponemos nuestra atención, en el mundo exterior o en el interior? El misterio de la Navidad, que se produjo en Belén con el nacimiento de Jesús, nos pide poner la atención a lo más valioso que hay en nosotros, lo único que será eterno y nos acompañará siempre: nuestra esencia, nuestro yo único e irrepetible y nuestro propósito vital, en definitiva, nuestra alma. Por eso Jesús advirtió 32 años después de su nacimiento: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?”. La Navidad nos invita a centrar nuestra atención, poner orden a nuestra vida y ser protagonistas del regalo más grande.