A partir de ese día, comencé a creer en el amor a primera vista porque, desde el primer momento, tus patitas se convirtieron en un símbolo de afecto. Viniste porque te llamé con el corazón, llegaste nomás una noche con las orejas caídas y una gran señal de miedo que atravesaba tus ojos, pero que no ocultaba tu inocente naturaleza rebozante de ternura.
Durante las primeras semanas, tus movimientos mostraban una mezcla de desconfianza y, hay que aceptarlo, una elegancia semejante a la de la realeza. Sin embargo, rápidamente notaste que tus gracias desarmaban las defensas de toda la familia y que, con unos cuantos lengüetazos, eras capaz de sanar hasta las heridas del día más gris.
Eras el tesorito del hogar, ese que todos cuidábamos y manteníamos dentro de la casa, en una camita marrón, para que no corras peligro alguno. Te convertiste en la compañera fiel de mamá y en el centro de gran parte de sus afectos. Mientras papá, que por casi nada deja sus trabajos, hacía a un lado el estrés y las preocupaciones para dedicarse a jugar contigo.
Te instalaste en el hogar, sí, pero es aún más notoria tu presencia en nuestros corazones. Rondabas cada conversación, todas las charlas familiares y hasta las decisiones. ¡Pobre de aquella visita que te mirara mal o que no te salude! Eras la dueña y señora de la casa, ¿cómo alguno de nosotros podía permitir que molesten a la princesa?
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"Shhh, callate, no ladres tanto que no se puede dormir de vos", te decía a la mitad de la noche, mientras te abría la puerta para que entres a la pieza conmigo y te calmes; pero no, era imposible. Te ponías nerviosa hasta por las hojitas que caían y, si vos estabas intranquila, nadie en la casa podía descansar.
Ahora busco tus ladridos en la noche porque, aun sin ellos, la certeza de que no me estás cuidando me impide dormir. Me siento en el piso con la esperanza de oír tus patitas ansiosas, corriendo a mi encuentro, para que mordisquees mi mano o te acuestes entre mis brazos y suspires, haciéndome entender nuevamente que ponías toda tu confianza en mí.
Tu camita, tus juguetes, tu collar impregnado con mi perfume porque mamá no escatimaba esfuerzos para te sientas limpita y linda, todo tiene un poco de tu esencia y evoca el recuerdo de que alguna vez diste color a nuestras vidas.
Aunque nos deshagamos de todas estas cosas, te tengo eternamente en el jardín trasero y seguro estás ahí esperando que vaya a saludarte todos los días, así como ibas vos a arañar mi puerta por las mañanas para que me levante. A pesar de que evitemos mirar tus fotos, tenemos la huella de tu patita impresa en el corazón y llevamos tu mirada en la mente, como un recuerdo de qué tan puro puede ser el amor.
El día que menos esperé, fue la última vez que me despedí de vos antes de ir al colegio, pues el asfalto y un conductor medio ciego nos robaron tus caricias de perrita feliz. Y, bueno, espero que ya hayas conseguido alcanzar tu cola y que recuerdes con cariño el amor que te dimos.
Por Belén Cuevas (16 años)
