Cómo la ciencia reemplazó mitos y dogmas en distintas culturas

Henry-Julien Detouche: "Galileo Galilei mostrando su telescopio a Leonardo Donato" (circa 1900)
Henry-Julien Detouche: "Galileo Galilei mostrando su telescopio a Leonardo Donato" (pintura de circa 1900).

A lo largo de la historia, la humanidad ha transformado sus relatos sobre el mundo. Desde explicaciones divinas hasta ciencias exactas, este cambio revela una búsqueda constante de sentido y la capacidad de adaptación en tiempos de incertidumbre y desafío.

Durante milenios, la humanidad explicó el trueno como la furia de los dioses, las enfermedades como castigos divinos y el origen de la vida como un acto único de creación. Esas historias no solo daban sentido al mundo; organizaban el poder, la moral y la identidad de las sociedades.

En apenas unos siglos, la ciencia ha desmontado buena parte de esos relatos, reemplazándolos por explicaciones basadas en evidencia.

Ese reemplazo, sin embargo, nunca fue solo intelectual: implicó conflictos con autoridades religiosas, choques culturales y profundas transformaciones sociales. Y, lejos de ser lineal, sigue siendo un proceso incompleto y lleno de tensiones.

Del trueno de los dioses a la electricidad en la atmósfera

En muchas culturas antiguas, los fenómenos naturales extremos se leían como mensajes o castigos del más allá.

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En la Grecia clásica, Zeus lanzaba rayos desde el Olimpo; en la tradición nórdica, el trueno era el martillo de Thor; en Mesoamérica, Tláloc o Chaac controlaban la lluvia.

En China, los eclipses eran, durante siglos, señales de desorden cósmico que podían presagiar cambios dinásticos.

La astronomía y la física fueron algunas de las primeras disciplinas en socavar estos relatos.

Desde Babilonia y China, astrónomos registraban patrones de eclipses y movimientos planetarios que permitían predecirlos con precisión. Lo que antes era un “designio” se volvió un cálculo.

En la Europa de la Ilustración, experimentos como los de Benjamin Franklin con cometas y pararrayos terminaron de secularizar el trueno. La electricidad empezó a verse como un fenómeno físico medible, no como arma divina. La instalación de pararrayos en iglesias y edificios religiosos fue, a su manera, una revolución silenciosa: aceptaba que la protección frente al “castigo” celeste venía de la técnica, no de la plegaria.

El patrón se repite en otras regiones:

  • En Japón, los terremotos, asociados a criaturas míticas o castigos espirituales, comenzaron a estudiarse con instrumentos sísmicos y modelos geológicos a fines del siglo XIX.
  • En varias sociedades andinas, donde la montaña era un ser sagrado, la minería y la geología moderna introdujeron una visión de los cerros como depósitos de minerales, no solo como entidades espirituales.

El resultado no fue la desaparición inmediata de las creencias, sino su reconfiguración: muchas comunidades continuaron interpretando los desastres en clave moral o religiosa, mientras las élites políticas y técnicas adoptaban explicaciones científicas para gestionar riesgos y obras de infraestructura.

Cuando la Tierra dejó de ser el centro

Pocas transformaciones ilustran mejor el choque entre ciencia y dogma que el paso del geocentrismo al heliocentrismo.

Durante siglos, el modelo de Ptolomeo, que colocaba la Tierra en el centro del universo, no fue solo una teoría astronómica: estaba entrelazado con la cosmología cristiana, que situaba a la humanidad en un lugar privilegiado de la creación.

Otras tradiciones, desde la India hasta el mundo islámico, también sostenían versiones geocéntricas, aunque a menudo con más matices filosóficos que en la Europa medieval.

Nicolás Copérnico: "De revolutionibus orbium coelestium" (1543)
Nicolás Copérnico: "De revolutionibus orbium coelestium" (1543)

El heliocentrismo de Copérnico, fortalecido por las observaciones telescópicas de Galileo y el sistema de Johannes Kepler, desarmó ese esquema. La Tierra pasó a ser un planeta más, girando alrededor del Sol.

No se trató solo de un cambio de “mapa del cielo”:

  • Cuestionaba interpretaciones literales de textos sagrados.
  • Restaba centralidad metafísica al ser humano.
  • Desafiaba la autoridad de instituciones que se autoproclamaban guardianas de la verdad absoluta.

La reacción fue desigual. En algunos sectores del mundo islámico, donde la tradición de astronomía matemática era fuerte desde la Edad Media, las ideas heliocéntricas se discutieron como hipótesis más, sin crisis doctrinal equivalente a la europea.

En cambio, en la Europa católica, la condena a Galileo se volvió símbolo de la resistencia institucional frente al avance científico.

Con el tiempo, la precisión predictiva del modelo heliocéntrico y su utilidad para la navegación y la tecnología lo volvieron incuestionable. Lo que antes era dogma cosmológico pasó a ser parte del currículo escolar. El universo dejó de ser un escenario hecho “a medida” del ser humano.

De la enfermedad como castigo divino a la teoría microbiana

Pocas áreas muestran de forma tan tangible el reemplazo de mitos por ciencia como la medicina.

En distintas culturas, las causas de la enfermedad se atribuyeron a:

  • Espíritus o demonios que poseían el cuerpo.
  • Desequilibrios en fuerzas vitales o energías.
  • Faltas morales o pecados que “atraían” el sufrimiento.

Aun cuando muchas tradiciones médicas incluían observaciones empíricas —desde los tratados de medicina ayurvédica en la India hasta la medicina clásica china o la humoral grecorromana—, la explicación última solía estar ligada a un orden sagrado o cósmico.

Con el desarrollo de la microbiología en los siglos XIX y XX, la teoría de los gérmenes transformó esa visión.

Trabajos de investigadores en Europa, Estados Unidos y Japón, entre otros, demostraron que bacterias, virus y parásitos causaban enfermedades específicas. La vacunación, la antisepsia y posteriormente los antibióticos cambiaron radicalmente la expectativa de vida.

Esto tuvo consecuencias culturales y religiosas:

  • La peste dejó de verse mayoritariamente como un castigo divino y pasó a tratarse como un problema de saneamiento y salud pública.
  • Las epidemias dejaron de justificar linchamientos o persecuciones de minorías acusadas de “provocar” el desastre.
  • La autoridad del médico y del laboratorio comenzó a competir con la del sacerdote y del curandero.

En América Latina, África y partes de Asia, este proceso fue más complejo. La medicina científica llegó, a menudo, de la mano del colonialismo. Los hospitales y campañas sanitarias se convirtieron también en instrumentos de control político, lo que generó desconfianza y resistencia.

En muchas comunidades indígenas, la adopción de vacunas y medicamentos coexistió con prácticas rituales y explicaciones espirituales de la enfermedad.

Hoy, incluso en sociedades altamente tecnificadas, la tensión persiste: frente a enfermedades sin cura o diagnósticos inciertos, resurgen discursos mágicos, teorías conspirativas y propuestas “alternativas” que apelan a la necesidad humana de sentido más allá de la biología.

Evolución y relatos de creación: el desafío a los orígenes sagrados

En casi todas las culturas, los relatos de creación cumplen un papel central: explican de dónde venimos, por qué el mundo es como es y cuál es el lugar de los humanos en él.

Desde los mitos mesopotámicos y el Génesis bíblico hasta las cosmogonías andinas, los sueños del Tiempo del Sueño en pueblos aborígenes australianos o las historias yoruba de creación, la vida aparece como acto deliberado de seres sobrenaturales.

La teoría de la evolución por selección natural, formulada en el siglo XIX y ampliada por la genética en el XX, supuso un quiebre radical:

  • Propuso que las especies no fueron creadas fijas, sino que cambiaron a lo largo de millones de años.
  • Enmarcó el origen humano dentro de la historia biológica del planeta, no como evento aparte.
  • Eliminó la necesidad de una intervención sobrenatural para explicar la diversidad de la vida.

La recepción fue y sigue siendo dispar. En varios países de mayoría cristiana, sobre todo en sectores protestantes conservadores, la enseñanza de la evolución generó intensos debates políticos y judiciales.

En ciertos contextos islámicos, se aceptaron aspectos de la evolución para las especies no humanas, pero se rechazó su aplicación al ser humano.

En cambio, algunas tradiciones religiosas y filosóficas —por ejemplo, corrientes del hinduismo o visiones metafóricas del cristianismo y el judaísmo— reinterpretaron sus textos sagrados de manera simbólica, permitiendo la convivencia con la biología evolutiva.

En muchas escuelas del mundo, la evolución se enseña hoy como marco central de la biología. Sin embargo, encuestas en diversos países muestran que una parte importante de la población sigue adhiriendo a visiones creacionistas o a formas de “diseño inteligente”.

La ciencia ha ofrecido un poderoso marco explicativo, pero no ha eliminado la dimensión identitaria y espiritual asociada a los relatos de origen.

Lo que la ciencia no reemplazó: el lugar persistente del mito

Aunque la ciencia ha sustituido muchísimas explicaciones tradicionales, no ha eliminado la necesidad de narraciones que den sentido a la experiencia humana.

En muchas sociedades contemporáneas, los mitos y dogmas no desaparecen, sino que se transforman:

  • Se resignifican los relatos antiguos: dioses, héroes y espíritus pasan a entenderse como símbolos psicológicos, no como entidades literales.
  • Surgen “mitos modernos” alrededor de la tecnología, el progreso o el mercado, que funcionan como nuevas creencias totalizantes, a menudo sin admitir cuestionamientos.
  • Se construyen relatos simplificados sobre la ciencia misma, presentada como un camino lineal y casi infalible hacia la verdad, invisibilizando debates, errores y condicionamientos sociales.

La evidencia muestra que las personas pueden sostener, a la vez, explicaciones científicas y marcos simbólicos o religiosos. Un médico puede creer en la teoría microbiana y, al mismo tiempo, rezar por sus pacientes. Un ingeniero puede calcular estructuras según leyes físicas y creer en la intervención divina en su vida personal.

En contextos de incertidumbre —crisis económicas, pandemias, guerras—, proliferan de nuevo las narrativas conspirativas y los discursos mágicos, muchas veces envueltos en lenguaje pseudocientífico. Es un recordatorio de que la alfabetización científica no garantiza, por sí sola, la superación de los dogmas.