Por qué la ciencia no necesita creer: observación, prueba y error como antídoto contra la fe ciega
Entre titulares que hablan de “nuevos descubrimientos revolucionarios” y gurús que venden certezas absolutas, la ciencia aparece como una práctica incómoda: no promete verdades eternas, exige paciencia, duda, corrección constante y, sobre todo, renuncia a la fe ciega.
Más que un conjunto de conocimientos, la ciencia es una forma de mirar el mundo. Y su mayor fuerza no está en las respuestas que da, sino en las preguntas que no deja de hacerse.
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Creer o comprobar: la diferencia que cambia todo
Todos creemos algo: que mañana saldrá el sol, que el avión no se caerá, que un medicamento aliviará el dolor. Pero una cosa es creer y otra muy distinta es saber por qué algo es razonable de creer.

La fe ciega pide adhesión sin exigir evidencia, o incluso a pesar de la evidencia. La ciencia, en cambio, se apoya en una máxima sencilla pero exigente: no basta con afirmar, hay que justificar.
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Esa diferencia se resume en tres rasgos clave:
- La ciencia no se basa en la confianza personal, sino en procedimientos replicables. No importa quién diga algo, importa cómo lo demuestra.
- Los resultados científicos no son inamovibles. Si nueva evidencia contradice una teoría, la teoría debe cambiar, no la realidad.
- El error no es un fracaso, es parte del método. Una hipótesis que se demuestra falsa ayuda tanto a avanzar como una que se confirma.
Mientras la fe ciega declara “es verdad porque lo creo”, la actitud científica pregunta: “¿qué tendría que ver, medir u observar para estar justificado al creerlo?”.
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La duda sistemática como virtud, no como debilidad
En el lenguaje cotidiano, dudar suele verse como indecisión o inseguridad. En ciencia es exactamente al revés: la duda es una forma de responsabilidad intelectual.

Desde el siglo XVII, con pensadores como René Descartes, la idea de duda metódica se convirtió en herramienta para resistir a la aceptación pasiva de ideas heredadas. Pero fue en la práctica científica donde esa duda tomó una forma concreta: la actitud de no dar nada por definitivamente resuelto.
El filósofo de la ciencia Karl Popper resumió este espíritu al proponer que una teoría científica no se define por ser demostrable, sino por ser refutable: para ser científica, debe arriesgarse a ser puesta a prueba por la experiencia.
Esa es la clave: la ciencia no avanza confiando, sino poniendo a prueba. La confianza llega —si llega— como resultado de muchos intentos fallidos de refutar una idea, no como punto de partida.
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En términos accesibles:
- No es científico decir “lo creo con toda mi fe y nada me hará cambiar de opinión”.
- Es científico decir “por ahora los datos apoyan esta explicación; si en el futuro vemos algo que la contradiga, tendremos que revisarla”.
La duda sistemática, lejos de paralizar, obliga a mejorar constantemente las teorías, las mediciones, los modelos.
Ver, medir, repetir: la observación y la experimentación como antídoto
La ciencia no se contenta con ideas que “suenan bien” o encajan con lo que nos gustaría que fuera cierto.

Exige tres cosas básicas:
- Observación rigurosa: mirar el mundo con métodos claros, registrando lo que ocurre sin acomodarlo a los deseos o miedos propios.
- Experimentación controlada: crear condiciones donde se pueda aislar un factor, cambiarlo y ver qué pasa, reduciendo al mínimo las interferencias.
- Repetición independiente: otros equipos, en otros lugares, deben poder obtener resultados compatibles usando métodos similares.
Desde Galileo apuntando su telescopio al cielo —y viendo que Júpiter tenía satélites propios, algo que chocaba con la visión geocéntrica dominante— hasta los ensayos clínicos modernos que comparan medicamentos con placebos, el patrón es el mismo: la experiencia manda, aunque contradiga tradiciones milenarias.
Esta insistencia en lo observable y medible es precisamente lo que vuelve incómoda a la ciencia frente a la fe: la obliga a rendir cuentas ante el mundo real.
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Cuando la certeza absoluta frena el descubrimiento
La historia ofrece varios ejemplos de cómo la fe rígida en ciertas ideas ha frenado —o intentado frenar— el avance del conocimiento.

Durante siglos, la concepción geocéntrica del universo (la Tierra como centro inmóvil) no era solo una teoría astronómica: era una certeza arraigada cultural y religiosamente. Quienes observaron lo contrario se toparon no solo con objeciones técnicas, sino con resistencias basadas en “verdades” que no se podían poner en cuestión.
Algo similar ocurrió en medicina: durante mucho tiempo se confiaba en teorías sobre los “humores” del cuerpo, basadas más en tradición que en evidencia. La aparición de la teoría microbiana de las enfermedades —la idea de que microorganismos invisibles podían causar infecciones— chocó de frente con prácticas establecidas. Hubo médicos que se negaron a lavarse las manos entre autopsias y partos porque “siempre lo habían hecho así”.
En todos estos casos, lo que frenó el conocimiento no fue la religión en sí ni la tradición como tal, sino la actitud de certeza absoluta: la negativa a considerar que la realidad pudiera desmentir lo que se creía.
La fe ciega funciona como una armadura contra la evidencia: si algo contradice la creencia, se descarta la observación antes que la idea.
La ciencia, por el contrario, trata de hacer lo opuesto: cuando la realidad contradice la teoría, la teoría tiene que ceder.
La ciencia como acto de humildad
A menudo se acusa a la ciencia de arrogancia por atreverse a explicar fenómenos que antes se atribuían al misterio o lo sagrado. Pero en el plano estrictamente epistemológico —el de cómo conocemos lo que conocemos— la ciencia es, en esencia, un ejercicio de humildad.

- Reconoce que nuestras percepciones son limitadas y por eso necesitamos instrumentos, métodos, controles.
- Acepta que nuestros modelos pueden estar equivocados y por eso deben ser revisables.
- Asume que no tenemos acceso a una verdad absoluta garantizada y por eso habla de grados de confianza, no de infalibilidad.
El físico Richard Feynman lo expresó de manera esclarecedora al describir el conocimiento científico como un conjunto de afirmaciones con “distintos grados de certeza: algunas muy inciertas, otras casi seguras, ninguna absolutamente segura”.
Frente a la fe como certeza absoluta —“esto es así y punto”— la ciencia responde con una postura más modesta: “esto es lo mejor que sabemos hasta ahora, según las pruebas disponibles, y estamos dispuestos a cambiarlo si aparecen mejores pruebas”.
Esa humildad es un antídoto contra el dogmatismo, tanto religioso como ideológico o incluso científico. No protege de los errores, pero reduce la probabilidad de quedarse atrapado en ellos para siempre.
Dudar para avanzar
En la vida cotidiana, todos necesitamos cierto grado de confianza práctica: no podemos verificar personalmente cada hecho antes de actuar. Pero el valor de la actitud científica está en recordarnos que, al menos en los asuntos cruciales —salud, clima, tecnología, políticas públicas— no basta con creer: hay que comprobar.

La ciencia no requiere fe ciega porque se apoya en algo distinto: un sistema colectivo de verificación donde las ideas se exponen, se someten a crítica, se contrastan con el mundo y se corrigen sin descanso. No nos promete verdades finales, sino herramientas cada vez más afinadas para entender y transformar la realidad.
En un contexto en el que abundan discursos que exigen adhesión incondicional —desde pseudoterapias hasta negacionismos climáticos— recuperar el valor de la duda sistemática y la modestia intelectual no es solo una cuestión filosófica. Es una forma de defensa cívica.
Creer puede ser humano y, en algunas dimensiones de la vida, inevitable. Pero cuando se trata de conocer, explicar y decidir sobre el mundo que compartimos, la disyuntiva sigue siendo clara: fe ciega o prueba y error. La historia de la ciencia muestra que, cada vez que se ha elegido lo segundo, el campo de lo posible se ha ampliado. Y que, lejos de debilitarnos, aprender a dudar con método es una de las formas más sólidas de construir conocimiento.
