Es vox populi que el sistema carcelario está sumido en la corrupción. El dinero sucio que allí circula y la complicidad de los agentes de seguridad permiten que se tramen fugas, que el crimen organizado controle un presidio o que se cometan delitos diversos. Dos hechos ocurridos esta semana en la penitenciaría de Tacumbú confirman lo fácil que resulta eludir los controles de rigor. Primero, la hija de un funcionario judicial hizo llegar a un recluso dinamita en gel para provocar una fuga masiva, pero el destinatario se negó a recibirla. Según la ministra de Justicia, Cecilia Pérez, se sospechaba la cooperación de funcionarios de la cárcel, y nombró a Domingo Bazán Rojas como nuevo director general interino de Establecimientos Penitenciarios. Luego unidades de la Policía Nacional hallaron sumas multimillonarias, panes de cocaína y ¡hasta un laboratorio para producir drogas!, que el personal penitenciario no había detectado en un pabellón ocupado por grandes narcotraficantes.
Esta vez, la ministra dio rienda suelta a su comprensible indignación, afirmando que la corrupción solo se podría contrarrestar efectuando requisas periódicas: “No hay otra forma de trabajar... Cuantas más cosas apretemos, más cosas van a ir saliendo y seguro va a haber más represalias”. En otras palabras, tan arraigada está la corrupción que será imposible erradicarla en poco tiempo; irán surgiendo otras calamidades, que habrán de provocar respuestas de los delincuentes y sus padrinos. Quede abierta la cuestión de en qué consistirían ellas; por de pronto, parece claro que las organizaciones montadas dentro de las prisiones, con el consentimiento de funcionarios venales, serían muy poderosas. Pero dijo más la ministra, yendo al fondo de la cuestión, como ninguno de sus antecesores: “Está todo podrido, está todo mal (…) No porque haya amedrentamiento vamos a dejar de trabajar de la forma en que estamos haciendo”.
En efecto, la corrupción ha infectado todo el sistema penitenciario, hasta el punto de haber despertado la inquietud, en estos mismos días, de la embajada estadounidense. Tras una reunión con su encargado de negocios, Joseph Salazar, la ministra de Justicia aludió también a la situación actual, a “la presencia de grupos del crimen organizado, que afecta el esquema de seguridad, la corrupción existente en el sistema, que no es tampoco ninguna novedad…”. En el encuentro, también se habría hablado de la capacitación del personal para las nuevas cárceles, algo sin duda necesario, pero insuficiente. Claro que los funcionarios deben ser capacitados y que urge erigir nuevos reclusorios, dado el notorio hacinamiento que provoca condiciones de vida inhumanas. El problema es que, mientras la corrupción perdure, el crimen organizado seguirá imperando tras las rejas, aunque ellas sean renovadas y los directores y guardiacárceles conozcan su delicado oficio.
En febrero de este año, tras la fuga de 76 convictos de la penitenciaría de Pedro Juan Caballero, la ministra de Justicia se reunió en Washington con funcionarios del Departamento de Estado, que habrían valorado la colaboración paraguayo-brasileña contra el Primer Comando da Capital y el Comando Vermelho. El viaje respondió a que EE.UU. habría implementado exitosos programas de cooperación con otros países latinoamericanos para combatir el crimen organizado dentro de los presidios. Desde luego, es deseable contar con el apoyo de ese país, pero, una vez más: el drama habrá de continuar mientras la podredumbre que afecta al sistema penitenciario no sea al menos reducido en gran medida. Y aquí viene quizá lo más significativo de las declaraciones de la ministra: “Hay ribetes o conexiones políticas (…) Hay factores internos y externos, pero los internos son más fuertes”. Esto no es de extrañar, por otra parte, ya que el propio presidente Mario Abdo Benítez y el vicepresidente Hugo Velázquez reconocen que el crimen organizado ha inficionado los tres Poderes del Estado.
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Resulta que se estaría buscando la destitución de la ministra –ya es mucha osadía llamar las cosas por su nombre– mediante una suerte de alianza estratégica entre los delincuentes disfrazados de políticos y los que actúan sin disimulo. Tampoco es para asombrarse, pues la mafia también se ocupa del financiamiento político. Los “factores internos” serían tan relevantes que no solo podrían seguir operando dentro del sistema carcelario, sino también influir en las decisiones gubernativas.
Esto implica que el crimen organizado avanza sobre el aparato estatal desde dos frentes –uno externo y otro interno–, demostrando así una gran capacidad operativa y poniendo al desnudo la podredumbre reinante. La franqueza y el coraje de la ministra Pérez merecen el reconocimiento ciudadano. La privación de la libertad de los peces gordos de la delincuencia debe servir para proteger a la gente. Es absurdo que desde las prisiones se continúe delinquiendo, gracias a que hay funcionarios que cierran los ojos, y no precisamente por negligencia. Como es obvio, se impone romper los lazos entre la casta política y los “factores internos”, así como depurar a fondo el sistema penitenciario, en defensa de la sociedad. Está visto que no basta con destituir a directores corruptos o inútiles, ya que sus reemplazantes suelen ser de la misma índole. Es preciso, en fin, que el Gobierno preste mucha mayor atención a la solvencia moral y a la idoneidad de los encargados de velar por la seguridad dentro de las cárceles. Y, sobre todo, que los corruptos permanezcan allí, pero ya no como funcionarios, sino como reclusos.