La democracia tiene un extraordinario poder moderador que deja muy poco o ningún espacio a los extremismos tanto de izquierda como de derecha, y esa es la razón por la cual ambos la desconocen, la menosprecian, la atacan, procuran desacreditarla por todos los medios, al saber que solo se pueden imponer mediante dictaduras autoritarias y represoras, a menudo brutales, dedicadas a aplastar sistemáticamente el disenso, saltarse la institucionalidad y el Estado de derecho, violar los derechos humanos y las garantías constitucionales elementales.
Esto es así porque las sociedades son diversas y complejas. Coexisten en ellas una multiplicidad de intereses, corrientes de pensamiento, puntos de vista, organizaciones afines y antagónicas. En democracia esas fuerzas “negocian” permanentemente, de una manera u otra; buscan acuerdos y consensos básicos, no solo a través del sistema político, sino en prácticamente todos los ámbitos de la vida cotidiana al amparo de la ley. Debido a esta dinámica, en una democracia ningún grupo puede hacer lo que se le antoje ni autoasignarse facultades absolutas, aunque quiera, porque obviamente hay otros grupos que se lo impedirán.
El resultado es que, típicamente, en las democracias pueden soplar a veces vientos de derecha, a veces vientos de izquierda, hoy pueden gobernar estos, mañana aquellos, pero para acceder al poder y para ejercitarlo, en la práctica nadie puede alejarse demasiado del centro, ya que necesariamente tiene que contemplar y hacer concesiones al resto, aunque no le guste.
Un buen ejemplo de ello es precisamente Gabriel Boric, quien, ya siendo diputado, capitalizó el descontento del estallido social de 2019 y se encumbró como un líder antisistema de ultraizquierda, con las consignas de dar un giro de 180 grados al modelo económico que ha caracterizado a su país y de romper drásticamente con el pasado, lo que inevitablemente incluía a la concertación de centro-izquierda que, a no olvidarlo, ha gobernado Chile en 24 de los 32 años que han transcurrido desde la salida de Augusto Pinochet (Patricio Aylwin 1990-1994, Eduardo Frei 1994-2000, Ricardo Lagos 2000-2006, y Michelle Bachelet 2006-2010 y 2014-2018).
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Ello le bastó para obtener el segundo lugar en la primera vuelta electoral, con el 25,83% de los votos. Sin embargo, para poder ganar la segunda vuelta, claramente tuvo que cambiar el discurso. Se volvió mucho más atemperado, negoció con la concertación, cuyo respaldo fue determinante para su victoria final, y adoptó, según reconoció él mismo, un programa socialdemócrata.
Dirán que solo ha sido una maniobra para llegar al poder y que, una vez allí, volverá a radicalizarse. Puede ser, pero, en democracia, tendrá un serio problema. Boric ganó con el 55,87% de los votos, lo que, extrapolado a una población de 19 millones de habitantes, supone el apoyo de 10,5 millones de personas, la mayor parte de las cuales son de centro y de izquierda moderada. Aun suponiendo que pudiera convencerlos a todos de seguirlo en un proyecto de ultraizquierda (o, si fuera el caso, de ultraderecha), cosa poco probable, todavía tendría que lidiar con más de 8 millones de chilenos que no lo apoyan, en un contexto de sólidas y consolidadas instituciones y en un país con una élite intelectual, política, profesional y empresarial de altísimo nivel.
La única manera de hacerlo es por la vía de la fuerza, la represión y la dictadura, no importa la máscara que le pongan, que es exactamente lo que ha ocurrido en los mencionados casos de Venezuela y Nicaragua, con las gravísimas consecuencias por todos conocidas, con multitudes de presos políticos, muertos en calabozos, inocultables evidencias de torturas, ejecuciones extrajudiciales, millones de exiliados y refugiados y países en la completa ruina, mientras las criminales y corruptas camarillas gobernantes se perpetúan en el poder y se enriquecen descaradamente. ¿Puede pasar esto en Chile? No se puede descartar, pero confiamos en que los chilenos sabrán sostener su democracia y seguir avanzando hacia el desarrollo.
Las democracias no son perfectas y las sociedades tampoco; en todos los países existen insatisfacción, injusticias, conflictos. Chile, como cualquiera, tiene sus problemas, pese a ser el segundo país de América Latina con menor incidencia de la pobreza después de Uruguay. Pero la democracia permite canalizar el malestar a través de las críticas, de las protestas, de las urnas y de las instituciones sin destruir en última instancia los derechos ciudadanos, independientemente de quién haya ganado coyunturalmente las elecciones. Por eso hay que valorarla, cuidarla, defenderla, aceptar sus reglas del juego. Tal como reza la célebre y siempre vigente frase de Winston Churchill, es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás.