La decisión de dejar sin efecto el subsidio al gasoíl y la nafta comunes comercializados por Petropar es lo más sensato que ha hecho el Congreso en mucho tiempo y el Poder Ejecutivo hizo muy bien en promulgarla, se enojen o no los camioneros. Este subsidio era abiertamente inconstitucional, tenía un alto costo y beneficiaba por muy corto plazo solo a una parte pequeña de los consumidores, a la par de otorgar jugosos márgenes con dinero público a los operadores privados de las estaciones de servicio del emblema estatal, muchos de ellos políticos y parlamentarios, principalmente del Partido Colorado. El tema es qué se hace a partir de ahora. Se habla de reducir de manera drástica el Impuesto Selectivo al Consumo sobre los combustibles, pero si los congresistas le quitan recursos al fisco de manera permanente, ¿cómo se van a financiar los gastos que ellos mismos aprobaron en el Presupuesto?
Cuando se desató la crisis, con una muy alta volatilidad en el mercado internacional, surgió la propuesta de integrar un “fondo de estabilización” con un aporte inicial de un saldo de un préstamo de 100 millones de dólares de la Corporación Andina de Fomento (CAF) y un plan de reposición con un porcentaje de los impuestos futuros. La idea era de dudosa factibilidad, pero, en todo caso, no pretendía detener las inevitables subas, sino espaciarlas e intentar dar un cierto margen de previsibilidad.
En vez de eso, para congraciarse con grupos de presión, sin medir impactos ni resultados, el Congreso aprobó un subsidio directo al gasoíl tipo III y a la nafta de 93 octanos exclusivamente del emblema Petropar, que, no contento con ello, redujo de manera populista el precio de ambos productos a cuenta de recursos del Tesoro, ya sea por exoneración de aportes intergubernamentales que debía hacer la empresa pública al fisco o, directamente, con transferencias desde el Ministerio de Hacienda.
El subsidio, ahora derogado, claramente violaba el artículo 107 de la Constitución Nacional, que taxativamente prohíbe “el alza o la baja artificiales de precios que traben la libre concurrencia”. Pero además de inconstitucional, no solamente era insostenible, sino inservible para la mayoría, ya que Petropar en condiciones normales tiene una participación de apenas el 17% del mercado de combustibles y solo cuenta con 228 estaciones de servicio, de las 2.300 que hay en el país, con muy pocas o ninguna en la mayor parte del territorio nacional.
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Ante la lógica protesta del sector, se impulsó un nuevo proyecto de ley que llegó a tener media sanción, que volvía a echar mano al préstamo de la CAF y sencillamente extendía el subsidio a todos los emblemas, además de introducir otros artículos que hacían prácticamente imposible el control y la aplicación. Si bien este proyecto subsanaba la inconstitucional competencia desleal, financieramente era mucho peor que el anterior, porque, con una brecha de 2.500 guaraníes por litro en el gasoíl y 1.800 guaraníes por litro en la nafta de 93 octanos, sin considerar posibles nuevos incrementos, esos 100 millones de dólares se habrían esfumado en pocas semanas, tras lo cual el modelo se volvía absolutamente infinanciable.
Finalmente primó cierta cordura, se dejó de lado esta temeraria idea y se derogó el subsidio parcial e inconstitucional vía Petropar, para el que tampoco había ya más recursos. Pero como la cordura y la prudencia es lo que menos abunda en nuestra clase política, resta ver qué harán ahora como alternativa y para calmar la reacción de los sectores de interés.
La posible reducción de la tasa del Impuesto Selectivo al Consumo (ISC) tiene dos inconvenientes. El primero es que no resolverá gran cosa. La incidencia impositiva en el precio del gasoíl común es de 450 guaraníes por litro, y en el de la nafta de 93 octanos de unos 1.000 guaraníes, dependiendo de la formulación. Aun si se eliminaran los impuestos a todos los combustibles para trasladar el ahorro resultante a esos dos derivados, de todas maneras nunca alcanzaría para cubrir la brecha con el precio de mercado, por lo que los mismos tendrían que volver a subir pese a la exoneración.
El segundo gran inconveniente es que esta no es, ni muchísimo menos, la única prioridad que tiene el Estado paraguayo. Se habla de una exención permanente, por ley, del ISC a todos los combustibles. Ello podría tener un costo de hasta 30 millones de dólares mensuales para el fisco solamente para reducir unos pocos guaraníes (probablemente no mucho más que mil el litro) el precio al público.
El país ya está con serios problemas macroeconómicos, con alto déficit fiscal, endeudamiento al límite y una inflación que comienza a ser galopante, todo en un contexto de casi segura recesión por el mal año agrícola. Solo los salarios de los funcionarios consumen el 75% de los ingresos tributarios, y si se suman las jubilaciones y pensiones del sector público, el servicio de la deuda, los planes sociales, los kits de alimentos y otros, todo aprobado por estos mismos congresistas, los gastos rígidos superan el 95%. Si además se le quitan recursos genuinos ya presupuestados al Estado, ello solo provocará más desequilibrios que igual serán pagados por la ciudadanía, ya sea con más impuestos en otros rubros, ya sea con pérdida del poder adquisitivo del dinero en poder de las familias, ya sea con recortes de servicios y de inversiones necesarias para el desarrollo nacional.
La suba de los combustibles no es culpa de Paraguay, no depende de Paraguay y no hay nada de fondo que Paraguay pueda hacer para contrarrestarla. Ahora que la cotización internacional del crudo se estabilizó en torno a los 100 dólares el barril, lo único realista es dejar que los 15 emblemas importadores y distribuidores que hay en el país compitan entre sí, traten de bajar sus costos, busquen buenos acuerdos con sus proveedores y ofrezcan el mejor precio posible para ganarse más clientes.