Tradicionalmente, la construcción de obras viales conlleva demoras, desperfectos y sobrecostos, que afectan al erario y ponen en riesgo la seguridad de quienes transitan por ellas. El Ministerio de Obras Públicas y Comunicaciones (MOPC) no se distingue por exigir el fiel cumplimiento de los contratos, tanto en lo que atañe a los plazos de ejecución como a los costos y a la calidad de los trabajos realizados. De acuerdo a las tácitas reglas del juego, los documentos suscritos se van adaptando a las necesidades de los contratistas y de sus socios ministeriales; como unos y otros saben que el contratante no es puntual en el pago de sus deudas, los precios ofertados se incrementan con “intereses punitorios”, debido a la morosidad previsible. Los costos suelen aumentar también por la contratación de consultorías para corregir alguna anomalía o imprevisión de los diseños originales, lo que no solo es atribuible a que el MOPC tenga más abogados que ingenieros civiles. Sus fiscales de obras –encargados de velar por el cumplimiento de las exigencias técnicas– distan mucho de ser rigurosos.
Los problemas no cesaron con la participación privada, como muestra la ampliación de la ruta PY02 entre Ypacaraí y Juan Manuel Frutos, hecha mediante una alianza público-privada concertada bajo el gobierno de Horacio Cartes con el Consorcio Rutas del Este, integrado por la empresa española Sacyr y la paraguaya Ocho A, del senador Luis Pettengill (ANR) –que pasó a su hijo Juan Carlos Pettengill, al asumir la legislatura–. La cobertura del costo inicial de más de 500 millones de dólares, que la convierte en la obra vial más onerosa de nuestra historia, así como la de los gastos de explotación y mantenimiento durante treinta años son garantizadas por el Estado: el constructor recibiría en total 1.700 millones de dólares, sin riesgo alguno, de un fideicomiso de la Agencia Financiera de Desarrollo.
En 2016 se había dicho que la “duplicación” de los 149 kilómetros de ruta sería financiada en un 60% con lo recaudado por el consorcio en concepto de peaje y que de lo restante se ocuparía el Estado, pero hoy resulta que este cubre más del 60% de la inversión con el dinero de todos los contribuyentes, porque el consorcio recaudaría este año solo 28 millones de dólares anuales en concepto de peaje, pese a la triplicación de su costo en el puesto de Nueva Londres y la duplicación en Ypacaraí. Es que, según el ingeniero Francisco Recalde, jefe del Departamento de Proyectos Viales del MOPC, ¡en los estudios previos se había hecho una desacertada previsión del flujo vehicular!
Además de este descalabro financiero, ahora ocurre que un accidente de tránsito que por milagro no tuvo catastróficas consecuencias, desnudó lo que parecen ser falencias e imprevisiones del mencionado proyecto. En efecto, en un tramo de unos 600 metros, a la altura del kilómetro 62 (Caacupé), el desprendimiento de la capa asfáltica, causado por las lluvias, apeligra la vida de quienes se desplazan en vehículos y la de los lugareños que caminan a la orilla, dado que falta una malla protectora y que la elevación de la ruta no está empastada; los restos de asfalto llegan a las viviendas de más de 40 familias humildes, a todo lo cual se suma que la inexistencia de un paso peatonal pone en serio riesgo a quienes cruzan la muy transitada ruta. En palabras de uno de los pobladores: “Antes de la construcción estábamos mejor y los comerciantes trabajaban bien, pero ahora ya todo cambió”. Es inconcebible que no se haya considerado en todos los detalles los intereses de los pobladores aledaños.
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En efecto, aparte de aceptar un trabajo mal hecho, el MOPC no habría atendido que la ampliación de la ruta iba a afectar una zona habitada en el tramo indicado, de modo que hay casas situadas a solo cinco metros de la carretera. La Ley N° 5389/15 dice que el ancho de la franja de dominio público de las obras de infraestructura debe ser de 50 a 100 metros en las zonas rurales y que en las urbanas no puede ser inferior a 25 metros; entonces, puede pensarse que si en verdad fueron expropiados los inmuebles comprendidos en las áreas destinadas a dicha franja, resultaron de nuevo ocupados, sin que el MOPC reaccionara.
El art. 4 de la Ley Nº 5102/13 dice que “los contratos de participación público-privada deberán establecer en forma expresa, para situaciones específicas y acordadas, los riesgos, compromisos y beneficios que asumen respectivamente el Estado y el participante privado”. Si el contrato no obliga a este último a indemnizar a las víctimas de los accidentes causados por los deterioros de la capa asfáltica, la responsabilidad recaerá en el Estado, en virtud del art. 39 de la Constitución, en cuyo caso la reparación del daño se hará a costa de los contribuyentes. La experiencia enseña que los funcionarios involucrados, como el fiscal de obras, ni siquiera serían destituidos.
Todo este desbarajuste se resume en que, aparte de aceptar un trabajo al parecer muy mal hecho, el MOPC incurrió en una negligencia o impericia grave al no asegurar la franja de dominio público y al predecir erróneamente el tráfico en la ruta PY02. Esta desgraciada historia, en la que ya están implicados tres sucesivos gobiernos, muestra que la alianza público-privada no asegura una gestión eficiente y austera, no por el proceso en sí mismo, sino por la simple razón de que el componente estatal es el mismo de siempre: inepto y manirroto, por decir lo menos.