Gobernantes furiosos

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Decía la semana pasada, en este mismo espacio, que el enojo de los ciudadanos no solo se refleja en manifestaciones públicas cada vez más furiosas, sino también en una tendencia creciente a ejercer un voto castigo más guiado por la ira que por la razón. Puse entonces como ejemplos notables, pero no únicos, a Trump y Bolsonaro, a los que ahora habría que sumar la victoria de Fernández en Argentina, al frente del sector más belicoso del peronismo.

El factor común de todas estas victorias electorales no es en absoluto la ideología. En los discursos de campaña de estos candidatos furiosos hay de todo, desde la ultraizquierda hasta la ultraderecha, pasando por nostálgicos del imperialismo, como el ruso Putin, e infinidad de nacionalismos radicales. Lo único que los unifica es una altísima agresividad con los adversarios políticos y una multiplicación de promesas populistas imposibles de cumplir.

Todos estos gobiernos furiosos (ya se declaren de izquierda o de derecha) tienden a llevar adelante unas políticas muy parecidas, que nada tienen que ver con administrar mejor el país o implementar reformas económicas y sociales importantes, sino con concentrar la mayor cantidad de poder real en el ejecutivo, rompiendo el equilibrio con el legislativo y anulando por completo la independencia judicial. Resumiendo: El camino más directo hacia el autoritarismo.

Cuando el país, donde uno de estos gobiernos furiosos llega al poder, tiene unas instituciones sólidas, los daños resultan relativamente pequeños, porque el Parlamento o la justicia anulan, o al menos moderan, las decisiones más desquiciadas del gobernante furioso, como está pasando en Estados Unidos o en algunos países europeos.

El problema es que en América Latina la gran mayoría de los países, incluyendo el nuestro, tienen instituciones democráticas débiles, corruptas o, no pocas veces, ambas cosas. El resultado puede ser entonces una auténtica calamidad y cuando la era de las dictaduras parecía haber quedado atrás, actualmente parece estar retornando; solo que ahora no está encabezada por militares ambiciosos llegados al poder mediante golpes de Estado, sino de gobernantes furiosos que accedieron legítimamente al gobierno en elecciones legales.

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Llegar al poder legítimamente no es ni mucho menos garantía de ejercerlo legítimamente. Para comprenderlo bastaría recordar que otra oleada de gobernantes furiosos llegó legítimamente al poder, en las primeras décadas del siglo pasado, entre ellos Hitler y Mussolini. Pero parece que tiene razón esa irónica frase que he leído por ahí atribuida a Cherteston: “Lo que hemos aprendido de la historia es que nadie aprende nada de la historia”.

Por otra parte, tal parece que el talante irascible que se ha instalado en la sociedad ha socavado todas las instancias de debate y dialogo. En las discusiones ya nadie escucha los argumentos del otro, se limita a repetir los propios en voz cada vez más alta y a descalificar cualquier persona que disienta porque es “un reaccionario” o bien porque es “un zurdo”.

Esta situación en la que todo el mundo ejerce una especie de fundamentalismo de las propias ideas y un desprecio necio y total de las de los demás, es a la que los argentinos han puesto el apropiado nombre de “la brecha”, que podría resumirse así: “Estás de mi lado o eres mi enemigo, no hay nada en medio”.

No existe nada más dañino para el Estado de Derecho y contrario al espíritu democrático que este tipo de actitud, porque la democracia es un mecanismo para permitir la convivencia de distintas ideologías y de las más diversas posiciones políticas; sin embargo, la convicción de que quien no está cien por ciento de acuerdo conmigo está cien por ciento contra mí, es la base del autoritarismo y la palanca que ha puesto en marcha la gran mayoría de las guerras civiles a lo largo de la historia.

Conviene que comencemos a pensar muy seriamente en ello, porque en el Paraguay actual las instituciones son muy débiles, la clase política está muy desprestigiada y los ciudadanos están cada vez más furiosos. Ya hemos escuchado a Payo Cubas afirmar: “Yo no quiero ser presidente, quiero ser dictador”… Si lo dijo en broma, no tiene ninguna gracia; porque hay sin lugar a dudas personas que lo están pensándolo muy en serio y que ya han empezado a trabajar para lograrlo.

rolandoniella@abc.com.py