Ramón

Este artículo tiene 6 años de antigüedad

El hombre tuvo una noche de terror. Su casa parecía un tatakua, y ni el haber sacado los colchones al patio le sirvió para conciliar el sueño en medio de los llantos de su bebé de pocos meses y las insistentes preguntas de su hijo de seis años sobre cuándo volvería la luz.

El apagón en el barrio se produjo poco después de las diez de la noche, y aún la energía no había vuelto a las cinco de la mañana, momento en el que debía despertarse, es un decir, para prepararse para ir a trabajar.

Abrió la llave de la ducha para sacarse el sudor de encima, y se encontró con la desagradable sorpresa de que tampoco había agua, porque a la Junta de Saneamiento se le acabó el combustible que estaba utilizando el generador de bombeo.

Se arregló como pudo, no hace falta describirlo, y fue a esperar el colectivo para ir al trabajo.

Quería al menos viajar en un micro con aire acondicionado, pero el diferencial no llegaba, por lo que subió a un ómnibus común para evitar llegar tarde al trabajo y sufrir algún descuento.

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Mientras viajaba al borde la estribera pensaba por qué los presidentes no se ocupaban de invertir en la empresa que distribuye la electricidad, habiendo tanto dinero por la venta de esa misma energía a otros países.

- Así pues vamos a poder disfrutar de lo que es nuestro, o si no de qué nos sirve que siempre digan que somos el país que más energía produce por persona en el mundo. ¡Jagua! - pensó - Y recordó que en el noticiero habían dicho que los cortes de luz podían durar algunos años más.

- Es pues una estupidez - seguía pensando, mientras arqueaba el cuerpo para que cupiese otro pasajero en el micro - ¿cómo la empresa te va a pedir que no consumas lo que ellos distribuyen? - y volvió a recordar a muchos de sus vecinos colgados del tendido eléctrico pirateando tranquilamente la energía, pese a las denuncias que cada tanto hacían.

Era una de las cosas que más nervioso lo ponían, junto a la quema de basuras que hacían algunos vecinos a los que no importaba el reclamo que cada tanto les hacían.

En eso estaba cuando vio como alguien bajaba corriendo del colectivo en medio del griterío de los pasajeros que iban atrás. Era un “caballo loco” que acababa de convertir en víctima a una joven que estaba ensimismada con su teléfono celular.

Unas cuadras más adelante le pidió la parada al chofer, bajó y caminó hasta la franja peatonal para cruzar la avenida, pero tuvo que hacer una carrera de varios metros para evitar que los conductores lo atropellaran.

En el trabajo varios de sus compañeros se preguntaban qué le había pasado. Había llegado con la ropa totalmente arrugada, con un aroma poco agradable y un humor de perros que lo acompañó durante todo el día, generando el reclamo de varios clientes que se quejaron de la impaciencia con la que los atendía.

Eso le valió una advertencia de su jefe directo, quien le pidió que cambiara de actitud si quería conservar su trabajo.

No veía la hora de que llegara el momento de la salida. Había tenido un día de perros y lo único que quería es llegar a su casa y abrazar fuerte a sus hijos.

A la vuelta pudo tomar en la parada el colectivo diferencial.

- Al menos eso - pensó, pero el acondicionador de aire del ómnibus no daba abasto y ante el reclamo de algún pasajero, el chofer explicó que era por falta de mantenimiento.

- Tranquilo, media hora más y ya estoy en casa - se dijo a sí mismo. Eran ya casi las ocho de la noche porque el tráfico fue un infierno desde la salida en el centro de Asunción hasta llegar a Capiatá.

Bajó del colectivo y corrió hasta su casa. Abrazó fuerte a sus dos hijos, mientras comentaba con su esposa que, por fortuna para los pequeños, la luz volvió a eso de las siete de la mañana, antes de que el más grande fuera al colegio.

En eso estaban, cuando un nuevo pestañeo les anticipó lo que ocurriría a los pocos minutos.

Afortunadamente, esta historia es pura ficción.

guille@abc.com.py