La inercia de la ineficiencia

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Se atribuye a Charles Dickens esa frase tan certera y extendida en el uso popular de que “El hombre es un animal de costumbres”. Efectivamente, les resulta sencillo a quienes están habituados a hacer las cosas bien seguir haciéndolas correctamente y casi imposible a quienes están acostumbrados a hacerlas mal romper la inercia de la costumbre y comenzar a hacerlas bien.

Esto es lo que estamos viendo en estos días ocurrir en las calles de nuestro país. El hábito adquirido durante décadas de no respetar las normas de convivencia y de pensar que las leyes y los reglamentos son solamente para los demás, hace que las personas no respeten las normas sanitarias de aislamiento, a veces ni siquiera cuando están contagiados, como la impresentable senadora Bajac, digna representante del sector más dañino e irresponsable de nuestra población.

Pero sobre todo lo estamos comprobando con la maquinaria burocrática del Estado. Pareciera que una parte importante de nuestras autoridades, ante la calamidad de la pandemia, se ha propuesto hacer las cosas bien, pero la maquinaria no funciona; así que cada medida razonable que adoptan termina realizándose a medias. Buen ejemplo de ello son las medidas para paliar las penurias que están pasando los sectores más afectados por la cuarentena.

Por poner solamente dos ejemplos: los sectores más carenciados se quejan de que no les llega la ayuda ni en dinero ni en kits de alimentos; mientras los microempresarios se quejan de que la burocracia crediticia es un laberinto infranqueable. Las medidas de apoyo a los más afectados por la crisis pueden ser insuficientes, en la medida que son limitados los recursos, pero no son malas, sin embargo los encargados de ponerlas en práctica son ineficientes.

Lo que está ocurriendo es que, como el hombre es un animal de costumbres, una administración que ha entronizado durante décadas el hábito de trabajar poco, lento y mal, no puede comenzar a trabajar mucho, rápido y bien de la noche a la mañana, por mucho que haya una emergencia grave, simplemente siguen trabajando como siempre han trabajado.

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Como ya dije la semana pasada el Estado tiene muchísimos funcionarios, pero muy pocos recursos humanos, si entendemos por recursos humanos personas con la capacidad y la voluntad de hacer el trabajo por el que en teoría se les paga. Aún si en un repentino ataque de solidaridad humanitaria, un planillero, un operador político o un calienta sillas decidiera romper sus costumbres y ponerse a trabajar esforzadamente, lo probable es que estorbe más de lo que ayuda, porque simplemente no sabe hacer un trabajo que nunca antes hizo.

Así pues, la maldita pandemia ha puesto en evidencia algunos malos hábitos ciudadanos, difíciles de romper porque son una costumbre o la tendencia compulsiva con que la gran mayoría de nuestros políticos ha convertido en una costumbre pensar solo en sí mismos y en sus secuaces más inmediatos o el más que enorme gigantesco sobrecosto de una administración pública demasiado numerosa y con demasiados privilegios, que se ha producido por la costumbre de contratar parientes, amigos, amantes y correligionarios para cargos innecesarios.

Pero eso no es todo lo que la pandemia está poniendo en evidencia: también está dejando claro que tal como está organizado el sistema institucional del país no sirve para hacer su trabajo bien, ni siquiera cuando se lo propone o se ve obligado a intentarlo. Simplemente está llena de personas equivocadas en los cargos equivocados, que además en lugar de estar respaldados por profesionales están rodeados por inútiles bien apadrinados.

La actual maquinaria burocrática del Estado no está en condiciones de proveer salud, educación, infraestructuras, seguridad física y jurídica de calidad, simplemente porque no está diseñada para ello, ni tiene los profesionales idóneos que son necesarios para bridar cualquiera de estos servicios.

No se trata, pues solo de achicar el Estado, que es necesario, de recortar beneficios excesivos, que también es necesario. Se trata sobre todo de replantear por completo y profesionalizar radicalmente la función pública. Desde luego, no parece que los legisladores y partidos políticos, que tienen la muy arraigada la costumbre del clientelismo, vayan a tener ganas de hacerlo ni ahora con pandemia, aunque lo disimulen; ni mucho menos la tendrán cuando la crisis sanitaria termine y dejen de disimular.

La inercia que genera la costumbre de la ineficiencia es muy poderosa, la inercia generada por la costumbre, más arraigada aún, de la corrupción y el clientelismo es más poderosa todavía… El problema es que los ciudadano estamos adquiriendo la costumbre de no tenerles paciencia ni a los ineptos acomodados ni a los corruptos que los acomodaron.

rolandoniella@abc.com.py