Matando al mensajero

SALAMANCA. Los excluidos, se quejó el papa Francisco, son considerados por los poderosos “como un mero daño colateral”, en su primera encíclica que ha conmovido ya los cimientos del ala más conservadora de la Iglesia. Refiriéndose a esas exclusiones, agregó que “Ello se debe en parte a que muchos profesionales, formadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder están ubicados lejos de ellos, en áreas urbanas aisladas, sin tomar contacto directo con sus problemas. Viven y reflexionan desde la comodidad de un desarrollo y de una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial”.

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Esta opinión viene insertada en un documento que llama a los políticos a “liberarse del yugo de los intereses económicos” y tomen las medidas necesarias para detener el calentamiento de la Tierra. Esta posición colisiona con el sector más conservador de la Iglesia que no acepta las evidencias de los efectos causados por la contaminación.

El papa Francisco asume una posición progresista en este tema, pero en otro decide matar al mensajero por traer malas noticias. Sacrifica así a los periodistas y les atribuye una buena parte de culpa en el problema de la población excluida, por no tomar contacto directo con sus problemas. Como periodista asumo la cuota que pueda tener en esta distribución de culpas, lamentando que se haya roto la soga por su lado más débil.

El papa Francisco no puede ignorar, sin embargo, que al lado de aquellos periodistas que puedan estar opinando desde sus cómodos escritorios, existe una gran cantidad que todos los días, al salir de sus casas, lo hacen sin tener la seguridad que regresarán al anochecer. Debió de haber vivido, como arzobispo de Buenos Aires, muy de cerca, la actitud asumida por el diario “Clarín” contra el despotismo de la dinastía Kirchner y que, a pesar de todas las represalias, mantiene su postura de manera inquebrantable. Digo “Clarín” por mencionar un caso emblemático y súmesele las decenas de periodistas de la prensa escrita, de televisión, de radio, que deben sortear toda clase de obstáculos por no unirse al coro de aduladores del Gobierno de turno.

En Paraguay las cosas no son más fáciles. Pocos meses atrás, un compañero nuestro, Pablo Medina, fue asesinado por la mafia de la droga, infiltrada en todos los poderes del Estado con facilidades para entrar y salir, cómodamente, de la misma residencia presidencial. Pablo no fue asesinado por estar sentado cómodamente en una lujosa oficina, sino porque estaba haciendo su trabajo al lado de la gente que sufre cada día la violencia de los narcotraficantes y contra los cuales no se ha podido ejercer ningún tipo de contención, a no ser la denuncia solitaria, desamparada, indefensa de los periodistas cuyas únicas armas son un bolígrafo y su valor personal.

La lista de periodistas paraguayos muertos por la delincuencia relacionada con la droga es penosamente larga, comenzando con Santiago Leguizamón hasta nuestros días. Y el verdadero “daño colateral”, en este caso, no son los pobres “excluidos”, sino la legalidad, la justicia, la seguridad ciudadana, las libertades elementales, ya que en estos casos nunca se da con los culpables, con los responsables directos, con los responsables intelectuales. Y pronto cae todo en el olvido dejando el crimen impune.

En este tema Paraguay no está solo. Desde México a Argentina cada año son asesinados los periodistas que denuncian la corrupción y la delincuencia casi siempre relacionada con los altos círculos de los poderosos que gobiernan. Nuestro continente se calienta, es cierto, pero no por culpa de los gases contaminantes, sino por la acción de las mafias y entre sus víctimas predilectas están justamente esos periodistas que buscan que la temperatura baje. Son ellos daños directos, no simplemente daños “colaterales”.

jesus-ruiznestosa@gmail.com

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