Mi relato preferido se refería al fin del mundo. Según él, la fecha estaba cerca y el cielo se llenaría de naves espaciales recubiertas de hojas y ramas: “Porque esos aparatos vienen de otras dimensiones y su energía vibra en una velocidad distinta a la de la Tierra. El camuflaje vegetal los volverá accesibles a nuestros ojos”, decía. Nuestras caras de sorpresa y miedo le daban pie para insertar sus ideas políticas anarquistas. “La misión principal del Armagedón será el exterminio, uno a uno, de todos los malos dirigentes políticos de nuestro país y de todo el planeta”.
Sus narraciones incluían seres intraterrestres, constructores de ciudades con jardines colgantes y pirámides de cristal, piedras con misteriosos poderes y habitantes de comunicación telepática.
Cuando había alguien enfermo, se destapaba su admiración por Avicena, el sabio médico y filósofo persa de la Edad Media. Citaba de memoria fragmentos de El Canon de la Medicina. Lo entusiasmaba el interés de Avicena en la correspondencia entre lo somático y lo psíquico, hasta el punto que una enfermedad imaginaria podía llegar a ser mortal.
Aseguraba la veracidad de El Libro de Jaser y mencionaba un versículo de la Biblia que se refería al mismo: Y el sol se detuvo, y la luna se mantuvo hasta que el pueblo se hubo vengado de sus enemigos. ¿No está esto escrito en el Cefer de Yashar? Así que el sol se detuvo en medio del cielo, y no se apresuró a ponerse durante todo un día” (Josué 10:13).
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Bajaba la voz para mencionar a Cécrope y el hijo reptoide. Describía con detalles al mítico rey de Atenas, mitad hombre y mitad serpiente, al cíclope y a la Hidra de Lerna.
Me impresionaba su mención del Manuscrito Voynich, y sus extrañas ilustraciones, escrito en lenguaje desconocido, de autor anónimo, cuyo pergamino data del año 1404. Hace poco me puse a investigar en internet y encontré que sigue siendo el pergamino más fascinante del mundo, cuyo significado aún no ha podido ser descifrado.
Este incunable se encuentra en la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale. Cuando Umberto Eco visitó la institución, pidió ver el Códice Voynich. Lo abrió, lo miró y tampoco pudo decir nada. La humanidad sigue sin saber lo que dice. Se suponía que las últimas tecnologías y la computación resolverían el enigma. Pero hasta ahora, nada.
Una mañana, nuestra casa se alborotó con la noticia: el tío Bartolomé había huido de una redada policial que lo persiguió hasta el río, donde se zambulló y desapareció. Se dijo que cruzó a nado hasta Clorinda. Nunca más supimos de él. Algunas noches miro el cielo y lo imagino visitando otras galaxias, en naves espaciales cubiertas por hojas de cocotero y ramas de amba’y.