En el año 1993, quien escribe estas líneas publicaba su primer libro, dedicado a la figura del gran compositor norteamericano, Aaron Copland, fallecido el 2 de diciembre de 1990 en la ciudad de New York (Copland, compositor de nuestro tiempo… y Apuntes sobre la música del siglo XX, Editorial El Foro, Asunción).
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A 20 años de la muerte de Copland, queremos rendirle un homenaje sencillo en estas líneas destacando algunas facetas de su vida y obra.
Aaron Copland nació en Brooklyn en 1900. Hijo de ruso-judíos, desde muy joven sintió inclinación hacia la música, específicamente la composición.
Autodidacta en sus inicios, se convierte en alumno de Rubin Goldmark, compositor muy apegado a la escuela conservadora, absolutamente reacio a tomar contacto con las novedades propuestas por creadores “modernos”.
Pero Copland encontró en la escuela de Fontainebleau, fundada para norteamericanos, a la que sería su verdadera formadora como compositor, la gran maestra Nadia Boulanger, exponente de alto nivel de la línea estética de Stravinsky. De la mano de la Boulanger surgieron creadores, aparte de Copland, como Roy Harris, Walter Piston, Douglas Moore, Virgil Thompson, Quincy Porter y otros.
Copland pasó tres años estudiando en París, y de la mano de su gran maestra comenzó su carrera de compositor. Volvió a New York en 1924 con un encargo muy especial: componer un concierto para órgano para las presentaciones de Nadia Boulanger en los Estados Unidos. De ahí surgió la “Sinfonía para órgano y orquesta”, estrenada por la Sinfónica de Nueva York bajo la batuta del gran director Walter Damrosch.
El ascenso de Copland en la escena norteamericana no conoció de pausas desde sus inicios, caracterizándose por ser un músico muy polifacético, dinámico y de gran influencia en su ambiente musical.
Queremos hacer notar un aspecto que Copland enfatizaba mucho en sus escritos: cómo se da esta relación maestro (maestra en este caso)–discípulo.
Recordemos que Nadia Boulanger marcó época como formadora de grandes creadores musicales como los mencionados anteriormente. Parecido al caso del gran maestro Felipe Pedrell (formador de Falla, Albéniz, etc.), de quien se llegó a decir que sus mejores obras no fueron “composiciones”, sino “compositores”.
Nadia Boulanger llegó a tener tanta fama como maestra, que –cuenta Copland en uno de sus tantos libros– le llegaban alumnos no sólo de Estados Unidos, sino también de Turquía, Polonia, Chile, Japón, Gran Bretaña, Noruega y muchos otros países.
Se preguntaba Copland, ¿cómo alguien puede describir en forma adecuada lo que se aprende de un profesor dotado de singular eficacia? Y continuaba: “Yo mismo nunca he leído una relación convincente respecto del adelanto que se logra desde la fase de estudiante hasta la de creador maduro, gracias a la dirección de un profesor. Sin embargo, ocurre; alguna especie de magia es indudable que cubre al alumno. Quizá comience con la convicción de que uno se encuentra en presencia de una mentalidad musical excepcional. Por proceso de ósmosis, uno comprende actitudes, principios, reflexiones, conocimiento. Esta última es una palabra clave, pues resulta literalmente regocijante estar en presencia de un profesor para quien el arte que uno ama no posee secretos”. (Aaron Copland, Copland habla sobre música, Ediciones Siglo XX, Buenos Aires: s.f.; p. 67).
Y Copland sigue en su escrito describiendo la extraordinaria versación de su maestra Boulanger en todos los estilos musicales, desde los más antiguos hasta los más recientes. No olvidaba Copland que, por encima de los conocimientos técnicos que poseía su maestra, lo más importante que ofrecía a un compositor en florecimiento era rodearlo con un aire de confianza. Así también, cuando desaprobaba algo, el efecto era aniquilador.
Nadia Boulanger falleció en París, a la edad de 92 años, un 22 de octubre de 1979.
Copland se propuso desde el principio un noble y alto objetivo: componer música que pudiera calificarse de auténticamente norteamericana. En su contexto esto no era fácil, ya que no existía aún una escuela que pudiera calificarse de auténticamente norteamericana.
Muchos autores hacen notar que faltaba tradición, y por lo tanto hasta cierto punto la música era precaria en Norteamérica, muy sujeta aún a cánones conservadores, y con prácticamente ningún auditorio preparado para la música de corte experimental.
Con todo, Copland fue madurando un estilo muy personal, que puede calificarse de genuinamente norteamericana, luego de haber experimentado todas las técnicas de la música moderna, incluyendo el jazz.
Antes que intentar considerar las etapas en la obra de Copland, en la que los comentaristas difieren mucho de criterio, mencionaremos las composiciones que nos parecen más importantes y destacadas:
“Sinfonía para órgano y orquesta”, obra reelaborada por Copland en 1928, quitándole el órgano y transformándola en su “Primera Sinfonía”; “Oda Sinfónica” (1929); “Variaciones para piano” (1930); “Sinfonía Breve” (1933); “Vitebsk”, estudio sobre un tema judío (1928).
Muy conocidas e importantes en su producción son las obras en las que Copland utilizaba muy imaginativamente elementos folklóricos, canciones de vaqueros, himnos de Nueva Inglaterra y de los cuáqueros, ritmos latinoamericanos. Así tenemos: “The second hurricane” (1936); “El Salón México” y “Danzón cubano” (1936); “Música para la radio” y varias partituras para películas.
Obras para ballet que combinan vívidos ritmos con brillantes texturas orquestales y un cariñoso sentimiento por el escenario rural norteamericano son “Billy the Kid” (1938); “Rodeo” (1942); “Appalachiang Spring” (1944). Esta última considerada una de las mejores creaciones de Copland.
Y podemos seguir mencionando preciosas obras como la “Sonata para piano” (1941); “Cuarteto para piano y cuerdas” (1950) y la ópera “The Tender Land” (1954).
Copland puede ser considerado con justicia el compositor norteamericano más representativo de mediados del siglo XX.
Iniciándose como compositor experimental y explotando recursos del jazz, crea una música bastante compleja armónica y rítmicamente.
Luego Copland se “tranquiliza” un poco, por decirlo así, y entra a una etapa de autoimposición de un estilo caracterizado por la economía, la simplicidad y la precisión, en obras como “El Salón México”, por ejemplo.
No desperdició el rico material folklórico norteamericano, utilizándolo en varias de sus obras como ya se apuntó.
Su lenguaje armónico es lo que más resalta en su obra, y en ese aspecto muestra Copland toda su maestría como “laborioso” compositor.
En otras varias de sus obras Copland hace gala de un impulso rítmico sorprendente, con cambios frecuentes de ritmo que hacen sumamente atractivas esas composiciones.
Hay quienes perciben también un “hebraísmo agrio y doliente” en algunas obras de Copland, que seguramente son efectos de su ascendencia judía.
Finalmente, mencionemos para dar punto final a este modesto homenaje que Aaron Copland fue un gran divulgador de conocimientos musicales. No sólo escribió música, sino que escribió mucho sobre música. Muy útiles nos han sido en la cátedra de Historia de la Música sus sencillos textos Cómo escuchar la música, Música e imaginación”, Copland habla sobre música, La nueva música, y otros.
Harold Schonberg, el gran crítico musical de New York Times, definió alguna vez a Copland como “el símbolo culto y respetado de medio siglo de la música norteamericana”, y a veinte años de su partida, creemos que su obra y figura seguirán creciendo a través del tiempo, constituyendo su música un orgullo para su grande y noble pueblo, y para todo el arte musical de nuestro tiempo.
Tomás Báez Servíán*, profesor de Historia de la Música,
promotor cultural.
Juan Pastoriza*, periodista – gestor cultural.