La literatura latinoamericana en Rusia: La anticipada recepción de El invierno de Gunter

En 1963, la editorial soviética “Vyshaia shkola” [La escuela superior] publicó un libro de lectura Istoria stran Latinskoii Ameriki v noveishee vremia [Historia contemporánea de los países latinoamericanos] para estudiantes universitarios.

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Al abrir el libro, uno se encuentra con el mapa del continente con dibujos bajo el título Las riquezas de América Latina. Una mirada al mapa le da a entender al lector, al estudiante universitario, que Argentina es rica en vacas y gauchos; Brasil en cocodrilos, cazadores y café; Colombia en oro y café (aún menos que Brasil, porque el café en Brasil está pintado como cafetera, y en Colombia como una taza). Además, el mapa ilustra que en América Latina existen países menos ricos que otros, notándose que algunos tienen muy poco, y entre esos, hay un país que no tiene nada y se llama Paraguay. Lo que el mapa no le mostrará al lector es el hecho de que la extraña tierra del Paraguay en realidad no está vacía y que quedó despintada por culpa de los cartógrafos rusos.

En el fondo de este descuido –y de los dibujos de cazadores, gauchos y cocodrilos– se encuentran las líneas fundamentales de la percepción soviética del continente latinoamericano como una entidad total, definida exclusivamente por su cultura exótica, o más bien, como un espacio constituido por los países débiles con muy poca diferencia entre sí. Más probable, los autores de Historia contemporánea pensaron que no vale la pena ocuparse de una investigación sobre los recursos naturales del Paraguay, porque, en fin, no deben ser muy diferentes de otros países. La actitud soviética vis-à-vis la cultura y literatura latinoamericana era igualmente negligente.

En el ámbito cultural soviético, la imagen de “América Latina como la tierra unida” fue construida conforme a las exigencias ideológicas del Partido Comunista. Los censores soviéticos vigilaban el tráfico de la literatura extranjera en el mercado cultural ruso, purgándolo de obras que, según sus criterios, podrían distorsionar la imagen de América Latina como una tierra romántica de los obreros que luchan por sus derechos e indios misteriosos que todavía se visten con plumas y combaten el influjo de la civilización occidental. A raíz del celoso filtro a que los censores sometían la literatura extranjera, la bibliografía de la literatura latinoamericana en Rusia estaba compuesta por autores simpatizantes del comunismo, incluidos los escritores célebres como Pablo Neruda y Gabriel García Márquez y otros poco conocidos en el resto del mundo como, por ejemplo, Alfredo Varela. Las publicaciones de sus obras fueron acompañadas por ensayos grandilocuentes, en los cuales los hispanistas soviéticos explicaban con mayor detalle el significado político del texto, pasando por alto sus aspectos formales.

Los autores cuyas obras no cumplían con los requisitos ideológicos establecidos por la censura eran excluidos del ámbito literario soviético. Por ejemplo, Borges no fue publicado oficialmente hasta 1984 debido a la ambigüedad e inconsistencia de su postura política. Puesto que la mayoría que los lectores soviéticos no gozaban el derecho de salir libremente de su país para ir al extranjero, podían conocer las tierras lejanas solo a través de la literatura traducida en la Unión Soviética y las obras de los hispanistas rusos.

En consecuencia, su mapa imaginario de la América Latina fue bastante limitado.

Como es de esperar, a consecuencia de ese antecedente citado, al que sumaremos los veintiún años transcurridos desde aquel 26 de diciembre de 1991, año de disolución de la Unión Soviética, los lectores rusos contemporáneos, incluyéndome a mí, crecieron leyendo a Borges, García Márquez y Cortázar. Por lo tanto, sus conocimientos de la historia y cultura latinoamericana resultaban típicamente muy limitados. Me atrevería a decir, incluso, que aquel mapa imaginario de América Latina estaba circunscrito a Macondo.

Traduciendo El invierno de Gunter, seguía pensando que este texto sería una verdadera novedad para el público ruso y le abriría las puertas a la literatura latinoamericana fuera de las fórmulas consabidas del realismo mágico.

Mi objetivo en este ensayo es analizar, o, mejor, pronosticar el significado de El invierno de Gunter para el lector ruso contemporáneo.

Para poder predecir la recepción de esta obra, haré una breve exposición sobre la historia de la recepción de la literatura latinoamericana en Rusia, con el objetivo de bosquejar el esquema de referencia que fue desarrollado en el ambiente cultural soviético, que, a mi modo de ver, todavía sigue siendo empleado por los lectores rusos al enfrentarse con los “productos artísticos” latinoamericanos. Después intentaré ubicar El invierno de Gunter dentro, o mejor dicho, fuera de este esquema.

En términos generales podría decirse que, desde las primeras publicaciones de la literatura latinoamericana en Rusia, el modo alegórico de lectura se convirtió en una prueba de fuego que determina el valor literario de una obra: si el texto puede ser leído como una alegoría nacional y si esta alegoría cuadra con los criterios ideológicos (digamos, con el liberalismo de la élite rusa del siglo XIX o con la ideología soviética en el siglo XX), este texto recibe licencia para entrar al mercado literario ruso.

Las primeras traducciones de los autores latinoamericanos empezaron a aparecer en los años veinte, cuando México –el primer país en América Latina– estableció relaciones diplomáticas con la Unión Soviética. Las semejanzas tipológicas entre la Revolución de Octubre de 1917 y la Revolución Mexicana de 1910 entusiasmaron intercambios culturales entre los dos países bajo los estandartes de «el encuentro de dos revoluciones»#. Aunque en este período en la Unión Soviética no había traducciones de literatura mexicana –a pesar de Huracán de Mariano Azuela–, en los años veinte, en Rusia, México se convirtió en un país más importante en el mapa imaginario de América Latina, entrando en la imaginación de los lectores rusos a través de los escritos de los autores rusos que viajaban a México: Ilya Erenburg, Vladimir Mayakovskii, Stanislav Petkovskii.

Desde los años treinta, cuando el realismo socialista fue establecido como código estatal, las leyes de la industria editorial siguieron endureciéndose, y hasta el período del Deshielo de Jrushchov o deshielo en la Unión Soviética, la censura solo permitía la publicación de las obras que condenaban al capitalismo e imperialismo norteamericano, y presentaban el espacio latinoamericano como el campo de batalla de los intereses sociales. El solo hecho de ser comunista no servía al autor para ganar una traducción al ruso. Por ejemplo, en este período las novelas Cacau (1933) y Suor (1934), de Jorge Amado, fueron censuradas por exceso de naturalismo e irrelevancia en el sentido político.

Podemos decir que, en estos años, la actitud de los censores soviéticos con relación a la literatura latinoamericana fue más allá del modo alegórico de lectura: ya no buscaban las alegorías nacionales ambivalentes, sino desembarazadas proclamas políticas.

Conforme a estos requisitos, solo los autores más ideológicamente transparentes fueron publicados en la Unión Soviética, por ejemplo, la poesía revolucionaria de Raúl González Tuñón, Octavio Brandão y Pablo Neruda. Los ensayos críticos de los hispanistas soviéticos carecían de profundidad, enfocándose en los aspectos políticos, inculcando ese método político superficial de lectura a los lectores rusos. De hecho, antes del fallecimiento de Stalin, las únicas obras literarias paraguayas que fueron publicadas fueron Despiertan las fogatas y Poemas de Juan y John de Elvio Romero en 1957.

La muerte de Stalin en 1953, seguida por el proceso de desestalinización que comenzó en 1956, trajo consigo cierta mitigación de la censura y ambos fenómenos coincidieron temporalmente con la serie de revoluciones en América Latina. Así surgió el nuevo interés en la cultura y la literatura latinoamericana, que muy pronto agitara el mundo con un fenómeno de boom. De hecho, el boom latinoamericano tuvo un efecto notable en las letras rusas y llegó como una gran sorpresa a los lectores soviéticos que ni siquiera conocían al tal precursor del boom como Borges. Contrariamente a Borges, los autores como Gabriel García Márquez y Julio Cortázar fueron considerados amigos de la Unión Soviética y sus obras gozaban de múltiples traducciones al ruso y mucha popularidad entre los lectores soviéticos. A partir de los setenta, cuando el realismo socialista comenzó a ser una práctica caducada y ya no satisfacía a nadie, incluso a los censores, el realismo mágico se convirtió en un nuevo modelo de la escritura, especialmente para los autores de las repúblicas soviéticas. Por ejemplo, la novela muy celebrada del destacado escritor kirguiz Chingiz Aitmatov Más de un siglo dura el día obviamente se inspiró en Cien años de soledad. No solo en el título; incorpora la temática política y la narración de las costumbres locales de la pequeña aldea en la periferia del gran imperio soviético, los elementos de la magia y el estilo realista muy lúcido, que describe las peripecias de un clan patriarcal.

Podemos decir que, para los autores rusos, el realismo mágico en la versión que fue introducida por García Márquez todavía sirve como un modelo de la escritura porque les ayuda a incrustar los comentarios sobre la política actual y el pasado soviético y al mismo tiempo narrar las costumbres exóticas de sus pueblos. Debo confesar que, como el realismo mágico latinoamericano, su versión rusa también empieza a perder su lustre.

En los setenta y sesenta, entre otros autores del boom latinoamericano, finalmente fueron publicadas las obras de Augusto Roa Bastos, por ejemplo, Hijo de hombre (en 1967) y Yo el Supremo (en 1979). Pero sus obras no habían llegado a ser tan exitosas como las de García Márquez y Cortázar. En contraste con el realismo mágico, no iniciaron un nuevo vector en las letras rusas, quizás debido al mismo modo alegórico de la lectura que empleaban los censores y lectores soviéticos al leer la literatura latinoamericana: las alegorías políticas en obras como Yo el Supremo debían parecer muy expresivas y muy paralelas a la historia rusa y no podían servir como el modelo para los autores soviéticos, que tenían que sobrevivir bajo una dictadura muy parecida a la situación relatada por Roa Bastos.

Entonces, la literatura paraguaya tenía una presencia muy escasa en las letras rusas por causa del muy limitado marco de referencia con respecto a la literatura latinoamericana y no había satisfecho los criterios fachosos de los censores soviéticos. Sin embargo, me parece que en los últimos años esta situación afligida comienza a cambiar y la cultura paraguaya comienza a entrar en el espacio literario postsoviético. Por ejemplo en 2006, conjuntamente con el Instituto de Latinoamérica, fundado en 1961, se realizó el lanzamiento del libro sobre la historia del general ruso Iván Belyaev, quien vivió en el Paraguay y fue parte del Ejército paraguayo en la contienda chaqueña. El libro escrito por un investigador ruso, el Dr. Boris Martynov, habla sobre las corrientes migratorias rusas a Paraguay. Este verano, en Moscú tuvieron lugar los eventos culturales relacionados con el aniversario 95 de Roa Bastos, e incluso, Jorge Luis Zacarías Ramos Cuquejo fue invitado a la Universidad Rusa de la Amistad de los Pueblos para leer Yo el Supremo en español.

Todo esto señala que la publicación de El invierno de Gunter en mi traducción al ruso llega a la hora afortunada de un fortuito aumento en Rusia del interés por la literatura paraguaya. ¿Qué podemos decir, o predecir, de la posible recepción de El invierno? En mi opinión, la lectura de El invierno impactará al lector ruso, quien se ha acostumbrado a asociar los nombres de autores latinoamericanos con las chicas volantes u ojos del perro azul. El lector ruso no encontrará los acontecimientos exóticos y mágicos que penetran las obras de sus autores favoritos, y que pueden ser descartados sin más trámite porque son la parte de un ambiente maravilloso. Al contrario, en El invierno, el lector ruso hallará situaciones muy reales que no se esfuman con un solo abracadabra: la detención y muerte de una chica inocente por sus opiniones políticas, la decisión de un hombre a entrometerse en el destino de su patria, la interminable pregunta planteada por Raskolnikov y repuesta de nuevo por los héroes de El invierno: ¿Soy criatura temblorosa o tengo derecho? Tengo la esperanza más profunda de que el lector ruso actual, finalmente, leerá la obra de Juan Manuel Marcos no como una alegoría nacional que viene de un país distante y exótico, sino como una narración de una situación universal y muy presente. Quizás, la dolorida historia de Soledad le recordará el proceso vigente de la prisión de los participantes de Pussy Riot en su patria, o de la situación ambivalente en su propio país, cuando los solidarios con la oposición no tienen derecho a declarar su visión. En términos generales, espero que los lectores rusos, a quienes siempre les dijeron cómo leer una obra que viene de América Latina, es decir, como una alegoría nacional y como un retrato de lo exótico y mágico, finalmente tendrán que involucrarse en el texto de El invierno por sí mismos: porque los métodos de lectura que practicaban antes no funcionan con la novela de Juan Manuel Marcos. En fin, espero que El invierno amplíe el esquema de referencia que los lectores rusos todavía emplean en su lectura de las obras latinoamericanas y les instruya para que no sigan aproximándose a la literatura hispanoamericana con las fórmulas ya probadas.

Yale University

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