El inicio de la crisis del algodón se debió a múltiples factores, entre los que sobresalen la disminución de la rentabilidad por una caída de los volúmenes producidos que, a su vez, respondían al empobrecimiento del suelo y la escasa o nula aplicación de buenas prácticas agrícolas como el control de erosión y la rotación de cultivos. Tampoco puede olvidarse que entre 1960 e incluso hasta finales de 1990, aún se expandía la frontera agrícola y los suelos contaban con nutrientes suficientes para asegurar buenas cosechas, al menos para los primeros tres o cuatro años.
Los problemas se agravaron cuando algunos productores rurales comenzaron a cobrar subsidios y acceder a créditos pero que, finalmente, no cultivaban algodón, siendo este solo una excusa para acceder a dichos beneficios. La condonación de la deuda campesina lograda después de la crisis denominada “Marzo Paraguayo”, en 1999, así como los menores rendimientos y la emergencia de nuevos países productores, terminaron por desincentivar a los campesinos de este rubro.
A inicios de la década del 2000, y casi coincidentemente con el declive algodonero, surge el modelo productivo del sésamo, un cultivo desconocido por los campesinos pero que, debido al paquete tecnológico, a los altos precios pagados y, sobre todo, a la facilidad de la comercialización, logró en cierta forma reemplazar al algodón. En efecto, en el año 2008 la alta demanda mundial hizo que los precios tocaran su techo, generando una euforia en los agricultores, quienes, sin ser eficientes, lograron ingresos altos por un factor exclusivamente de precio.
Posteriormente, los precios volvieron a niveles más estables y normales, impactando en los ingresos campesinos, aunque se mantuvo el interés en el sésamo. Más empresas se sumaron a la cadena de valor, asegurando semillas, asistencia técnica, así como créditos productivos, mediante acuerdos con bancos y financieras en las distintas zonas productivas.
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Paulatinamente, los rendimientos fueron disminuyendo, pasando de 1.200 kilos en 2007 a solo 600 kilos por hectárea en 2015, como resultado del problema con algunas variedades, la degradación de los suelos y la escasa habilidad de los campesinos en adoptar e implementar las recomendaciones técnicas, especialmente en cuanto a las buenas prácticas agrícolas. No se puede olvidar que, al ser un cultivo manual –solo en el Chaco Central se realiza la siembra y cosecha mecanizada–, el sésamo requiere de mano de obra, generalmente familiar, pero atendiendo la migración de los hijos mayores, se comprende la pérdida de fuerza productiva de los campesinos. La superficie cultivada también se ha reducido, pasando de más de 80.000 hectáreas en el momento de mayor auge del cultivo a solo 30.000 en la presente zafra, signo inequívoco de los problemas que atraviesa toda la cadena. El impacto del sésamo en los ingresos campesinos, al igual que el de la cadena de la mandioca y de la caña de azúcar, es alto. Las dificultades productivas y económicas de la economía campesina se traducirían inexorablemente en mayores niveles de pobreza rural.