Derecho a la defensa

Escribo estas líneas impactado por una causa en la que tuve que intervenir, en que un menor de 15 años fue juzgado por homicidio, por haber cometido el hecho punible a los 14 años. El justiciable es parte del último eslabón social de nuestro país, analfabeto, sin contención familiar, creció en las calles y vivió en una sola pieza en compañía de su madre y sus hermanos, en un barrio donde las únicas actividades posibles son la de ser vendedor de drogas, reciclar basura y cuidar coches, era merecedor de una mejor defensa.

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Como antecedentes del caso en compañía de sus hermanos decidieron vindicar el robo de una cartera y el del dinero de su madre –quien posiblemente les habría azuzado–, matando al primo que vivía con ellos de varias puñaladas –casi 10 en total.

El analfabeto, marginal, a pesar de contar con una defensa publica, fijó en sus palabras finales la teoría del caso: “yo no quise hacerlo, pero estaba con mis hermanos y ellos me obligaron”, plausible excusa teniendo en cuenta que el crimen lo cometió con sus hermanos mayores y la misma se halla contemplada en el artículo 105 inc 3° que señala: “Se aplicara una pena privativa de libertad de hasta cinco años y se castigará también la tentativa, cuando: el reproche al autor sea considerablemente reducido por una excitación emotiva o por compasión, desesperación u otros motivos”.

La defensora pública mencionó en sus alegatos finales esta causal, pero fue incapaz de desarrollarla técnicamente durante el juicio. Tan siquiera lo mencionó en sus alegatos iniciales; lo más probable es que ni siquiera haya leído los atestados judiciales o fiscales; el informe socioambiental era más bien una suerte de pieza incriminatoria antes que reflejar la situación social del encausado y tan siquiera pudo refutar a la fiscalía el alcance de la figura de la “excitación emotiva”.

A pesar de que los defensores públicos son los mejores pagados del sistema judicial, ganan mejor que un fiscal o juez, la falta de compromiso con la función que cumplen deja mucho que desear: las excepciones existen por suerte, cuando estos (las excepciones) asisten a sus representados, se los puede notar inmediatamente, fijan teorías del caso, interrogan, refutan, desarrollan una teoría exculpatoria y no hacen una mera cita de normas o doctrinas, denotan una extraordinaria capacidad de desestructurar lógicamente una exposición adversa. Es decir, se preparan antes de las audiencias.

Los demás tienen serias dificultades para comunicarse con sus propios representados, muchos de ellos ni siquiera hablan el idioma guaraní, oficial conforme al artículo 140 de la Constitución Nacional, facilitan enormemente la tarea del Ministerio Público, al que ni siquiera le reprocha su falta de objetividad.

¿Por qué ocurre eso? La mayoría de ellos tan siquiera tienen conciencia de que se vive en un país en que el sistema penal en un alto porcentaje solo recepta a los pobres y excluidos del país; los plutócratas, como diría el jurista José Casañas Levi, se benefician con marcos penales mínimos, recibirán si es que logran ser atrapados una pena menor a la del adolescente mencionado. Esa asimetría por lo menos debería ser compensada con una buena defensa técnica que es proveída por el Estado y que le cuesta al contribuyente una buena parte del producto interno bruto.

La gran aspiración de muchos abogados fuera o dentro del servicio de justicia es ser defensor público, se gana bien y cuenta con un mínimo requerimiento de control, proviene la mayoría de ellos de la política gremial o partidaria, para acumular puntos –por el sistema de puntaje del Consejo de la Magistratura– realizan algún esfuerzo académico para acceder o mantenerse en el pequeño coto que implica contar con un empleo bien remunerado, muchos de ellos tan siquiera tienen la más pálida idea de que se hallan cumpliendo un servicio por demás esencial en un sistema democrático por las asimetrías mencionadas.

El ejercicio de una defensa por parte del defensor técnico no solo implica el conocimiento de normas, doctrinas o del procedimiento; es, antes que nada, la posibilidad manifiesta de asistir adecuadamente al representado y tener el coraje de denunciar los abusos que recurrentemente se perpetran contra el procesado pobre que se inicia en los servicios de seguridad y culmina en algunos casos hasta en el sistema de justicia; sin embargo, la mayoría de los defensores públicos, como buenos burócratas, asumen actitudes corporativas antes de honrar su ministerio, uno de los más preciados y elevados a los que pueda aspirar un ciudadano, optan por asumir una suerte de “recato” y no contradecir ni impugnar la parcialidad de la que a veces hacen gala el que acusa y el que juzga.

Ese es el escenario procesal al que asistimos, por lo menos en esta parte del país; como diría el maestro italiano Mancini, el proceso es un drama y en el nuestro ser pobre y asistido por una defensa pública ineficiente implica prácticamente la condena del encausado.

¿Por qué siendo magistrado hago pública mi protesta por esta cuestión?, ¿estoy obligado a hacerlo? No… estoy alarmado por la falta de compromiso de estos operadores jurídicos, muchos de ellos ambiciosos y deshumanizados, verlos cada día en una audiencia con rostro de resignación porque saben que sumarán en la estadística una condena más.

Un análisis comparativo con otros digestos procesales da cuenta que el Código Procesal Penal de Ecuador, por ejemplo, habilita a un tribunal de mérito anular el enjuiciamiento cuando se percatan de que la defensa es ineficiente. Parecidas cargas se les imponen a otros defensores de otros sistemas judiciales cuando no desarrollan una mínima competencia en el rol a la cual están asignados. Si dichas directivas las asumiéramos, los juicios anulados figurarían con nota de alarma en las estadísticas.

Se diría que es una contradicción, pero la defensa privada, salvo también excepciones, no resplandece por su competencia, los tribunales cuyos miembros aún conservan un rasgo de compromiso con la justicia tercian en la audiencia tratando de “empardar” la superioridad técnica del Ministerio Público en el desarrollo de los institutos procesales y penales.

Obviamente, un magistrado no está exento de equivocaciones, pero estas se ven visiblemente disminuidas cuando las partes son eficaces en el contradictorio, obligan a los jueces a detenerse y reflexionar sobre lo alegado por las partes, a examinar cada actuación, pero cuando esta tan siquiera es alegada ni sustentada como teoría del caso, un tribunal, antes de verse iluminado por lo debatido y probado, muchas veces debe extremar esfuerzos para hallar la verdad.

Como diría aquel adagio francés “los buenos abogados hacen a los buenos jueces” y en nuestro medio, como diría un personaje de Woody Allen, “tengo un muy buen defensor… logró aplazar mi ejecución en una hora”.

* Juez Penal, doctor en Ciencias Jurídicas, máster en Ciencias Políticas.

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