Cuando nos encontramos en medio de un intenso debate, ya sea de política o fútbol, puede tratarse de una crítica al resultado de tal partido o la situación social que atravesamos, están las personas que por más que no posean el mínimo de argumentos, se plantan como si fueran grandes filósofos y te hacen perder la compostura. Es la clase de individuos que actúan por hablar nomás y defenderse; son de los que te obligan a repetir tu punto de vista y no entran en razón.
Prácticamente gritan para tener uso de la palabra, pasándote por encima repetidas veces. Te hacen perder la concentración e inventan cualquier tontería, cuando saben que no poseen argumentos con los cuales continuar, y es ahí que se pone tenso el ambiente y comienza a subir el tono de voz de los integrantes de la discusión. Compartir un momento de reflexión así es igual a querer derribar una barrera de ignorancia y arrogancia.
Integrar una discusión infructuosa es estar en una guerra bizantina de palabras. Se aplica perfectamente la frase “No hay peor ciego que el que no quiere ver ni peor sordo que el que no quiere escuchar” a esta clase de incómodos momentos. Es una verdadera pérdida de tiempo comenzar a debatir con alguien que está con los oídos cerrados, los ojos vendados y, lo peor, la mente estrecha, no dispuesta a ceder ante las ideas coherentes.
Se da mucho entre padres e hijos o pares jóvenes, como compañeros de facultad, este tipo de cruces de palabras, que más parece un viacrucis que un espacio para eliminar las diferencias y estrechar lazos. La mejor manera de lidiar con personas prepotentes es buscar la tolerancia y generar un poco más de paciencia de nuestra parte. Tarde o temprano, esta gente va a darse cuenta de que el mbarete no es la manera de escape a todas las encrucijadas.
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Por Daniel Miranda Bareiro (18 años)
