Aventuras en una combi

Este artículo tiene 11 años de antigüedad
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Dos paraguayos se embarcaron durante seis meses en la aventura más grande de su vida: a bordo de una combi, decidieron recorrer la mayor cantidad de países posibles mientras volvían manejando de Estados Unidos a Paraguay.

El destino parecía atentar para que Juanqui y Alberto no pudieran alcanzar la meta que se habían establecido.

Era el 29 de diciembre, a dos días de la fecha marcada para la llegada, y la camioneta no podía continuar más. Faltaban apenas 800 kilómetros para que por fin pudieran alcanzar su país, Paraguay, tras los seis meses de viaje.

Se encontraban en una pequeña ciudad llamada Santa Rosa de Calchines, distante algunos kilómetros de Santa Fe en Argentina, cuando la combi se recalentó sin que el sensor de temperatura hubiera dado aviso alguno antes.

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Varias partes del motor se dañaron y la reparación llevaría varios días más. Días que ellos no tenían, pues lo único que querían después de todo ese tiempo era llegar a sus casas, en Asunción, para pasar Año Nuevo con sus familias.

Así que tomaron una decisión: fueron hasta la primera casa que vieron, tocaron el timbre y le pidieron al dueño que les permitiera dejar allí la camioneta por algún tiempo.

“No sabemos por cuánto tiempo va a ser”, le dijeron. El hombre, llamado Marcelo Farías, no dudó mucho antes de aceptar, pese a que se encontraba conversando con dos personas a las que nunca antes había visto.

Lo único que sabía de aquellos dos personajes con barbas de varias semanas, pelo largo y apariencia casi hippie es que decían ser paraguayos que querían llegar a casa antes de fin de año tras un largo viaje.

Una vez solucionado el problema de dónde guardar el vehículo, debían encontrar la forma de llegar a tiempo a casa.

La idea se presentó como una sugerencia que tenía mucho más de locura que de sensatez. O al menos eso fue lo primero que se le cruzó la cabeza a Albert.

Alberto Samaniego llevaba viviendo en los Estados Unidos poco más de un año. El joven paraguayo había viajado al gigante de América del Norte para cursar una maestría en Diseño de Interacción Humano-Computador en Indiana University gracias a una beca Fulbright.

Mientras vivía en tierras estadounidenses, Albert -como es conocido por sus amigos- consiguió comprarse un automóvil pequeño y tenía la intención de realizar un viaje de costa a costa, atravesando todo el país.

De esos viajes típicos en los que suelen embarcarse quienes viven en el gigante norteamericano.

Comentó la idea con un compañero de cuarto. “¿Y por qué no te vas ya después hacia Paraguay con el auto?”, le consultó. “No, imposible. Nunca imaginé siquiera algo así”, fue la primera respuesta que soltó Alberto.

Sin embargo, la idea quedó picando. Tanto fue así que Alberto decidió contársela a Juanqui Pane, otro paraguayo que se encontraba estudiando en Estados Unidos, más específicamente en Missouri.

Se habían conocido durante la reunión de los becarios paraguayos antes del viaje y desde ese momento mantuvieron una buena relación. En realidad hasta ese momento no se habían preocupado mucho por la forma en la que volverían al país, pues la beca ofrecía un pasaje de ida y otro de vuelta.

Pero con esa idea en manos, la estructura previamente establecida comenzó a caer. Y fue ahí que surgió la afirmación: “Che, pero está buenísima la idea”.

Y el proyecto comenzó a rodar.

Los dos amigos comenzaron a investigar. En internet se encontraron con que la cantidad de personas que hacía esta clase de viajes era enorme. “Fue ahí que rompimos el miedo”, relata Juanqui mientras conversamos.

Dieron inicio entonces a la fase de preparación para el viaje. Comenzaron a establecer algunas necesidades básicas, recurrieron a gente con experiencia y trazaron el itinerario que pretendían recorrer.

Contactaron con viajeros que ya habían terminado el camino o que aún seguían en ruta. “Esto es una cosa maravillosa, hagan el viaje, no esperen más”, era la recomendación que escuchaban repetidamente una y otra vez entre los “expertos”.

La idea fue tomando cada vez más forma.

“Nos llevó aproximadamente un año organizarnos. Lo que siempre decimos que fue lo más importante fue el haber tomado la decisión de hacer el viaje”, manifiesta Juanqui.

Entonces llegó el momento de contar a la familia la idea que se les había metido en la cabeza. Juanqui le contó a su mamá sobre el viaje mientras conversaban vía Skype. “Vos estás loco”, fue la respuesta automática.

Después, se negaba a hablar del tema. Cada vez que el joven trataba de contarle alguna novedad sobre los planes, recibía la misma respuesta: “No voy a hablar de eso”. Pero con el paso de los meses, la idea iba tomando cada vez más forma.

Una vez establecidos las necesidades, el itinerario y los tiempos de viaje, faltaba por arreglar un detalle que, si bien era pequeño, no dejaba de ser importante: los fondos para el viaje.

Alberto y Juanqui se encontraban en Estados Unidos como estudiantes, así que no tenían acceso a mayores fuentes de ingreso. Si bien la beca establecía un estipendio mensual para cubrir gastos de alimentación y demás, no sobraba para un viaje así.

La cuestión se hacía aún más difícil porque el sistema de becas prohibía terminantemente que los alumnos trabajaran, pues exigía dedicación completa.

Así, los dos jóvenes paraguayos terminaron llegando a un portal de 'crowfunding' (financiación masiva o por suscripción) llamado Indiegogo. La cuestión era bastante simple en realidad: había que levantar un proyecto a la web y la gente interesada podía donar fondos.

A través de la web, los dos amigos consiguieron recaudar unos US$ 8.000. Además, conocidos y familiares colaboraron juntando otros US$ 2.000 para un total de 10.000 de la moneda norteamericana.

Según los cálculos previos, el dinero no cubriría los gastos de todo el viaje, pero ya se tenía algo con qué empezar.

Con los fondos asegurados, había que encontrar el vehículo adecuado para el viaje. El auto de Alberto fue descartado enseguida porque era un híbrido y no estaban seguros de poder encontrar el tipo de combustible necesario, pues la idea era recorrer no las capitales sino más bien el interior de cada país.

En eso andaban, cuando la familia de Juanqui viajó hasta Missouri para acompañarlo en su graduación. Para la ocasión, se hospedaron en la casa de un amigo.

Mientras Juanqui se quedaba en casa trabajando, su familia salió a realizar un recorrido con el anfitrión. En esas estaban cuando su hermana visualizó una vieja camioneta Volkswagen GL Camper 1988 (VW Westfalia) estacionada en una de las casas. “Ahí está la camioneta de Alberto y Juanqui”, dijo casi a los gritos.

Carlos, el anfitrión, frenó sin dudar y determinado bajó a tocar al timbre. “En una de esas quieren venderla, uno nunca sabe”, dijo y fue hasta la puerta de la casa.

Una vez ahí conocieron a Robert, mejor conocido como Bob, un hombre de avanzada edad que había adquirido la camioneta a finales de la década de los ’80 cuando decidió viajar recorriendo Europa en compañía de su esposa luego de jubilarse.

Pasaron varios minutos para explicar el proyecto de los dos muchachos y llegó la pregunta. “Por si acaso, ¿quiere venderla?”, le consultaron. El hombre de 89 años dijo sin trastrabillar: “No quiero venderla, quiero donarla”.

La máquina tuvo que pasar varios días en el taller para estar lista para el viaje que debía empezar el 1 de junio, pero que terminó retrasándose hasta el 14.

Una vez con el vehículo en condiciones, Juanqui y Albert abordaron en compañía de dos periodistas rusas que querían realizar un documental sobre las Aldeas SOS en algunos países de Centroamérica y el Caribe.

El itinerario inicial terminó siendo descartado rápidamente porque en cada sitio se encontraban con lugareños que los instaban a cambiar un destino por otro. Fue así que los cuatros meses iniciales se convirtieron en seis y los 20.000 kilómetros en 35.000.

Durante la travesía, los muchachos pasaban varios días en cada sitio por el que pasaban. En los países de mayor territorio llegaron a pasar 20 días, en otros 15 y en los más pequeños, 10.

Juanqui recuerda que no estuvieron juntos todo el tiempo. Por el contrario, una vez en ruta se dieron cuenta de que lo ideal en este tipo de travesías es mantener el destino final, pero que en cada punto, cada uno debía hacer lo que sentía.

Fue así, por ejemplo, que Juanqui decidió quedarse como mochilero en Guatemala mientras sus compañeros avanzaban. Se reencontraron en Costa Rica y allí fueron juntos hasta Panamá, donde él se encargó de poner a “Jasy” (como nombraron a la combi) en un barco para pasar el canal mientras Alberto iba a Cuba.

Para poder pasar el Canal de Panamá, Juanqui abordó un catamarán de lo más básico que se podría uno imaginar. Cinco días en mar abierto en los que cada uno pescaba lo que iba a cenar. “Había veces en las que uno se encontraba con bichos que ni sabía qué era”, indica entre risas.

Mientras viajaba a tierras sudamericanas comenzó a buscar acompañantes interesados en viajar al Sur para compartir gastos de combustibles, pues Alberto lo encontraría en Bogotá y las rusas ya habían regresado a Estados Unidos.

“¿Alguien quiere viajar al Sur?”, ofreció entre los pasajeros del catamarán. Se sumaron un suizo y un holandés; este último llevaba ya seis años viajando alrededor del mundo y ahora “bajaba” desde Alaska.

Con sus nuevos “partners”, Juanqui recorrió Cartagena de Indias, el norte de Colombia, parte de Venezuela y finalmente Bogotá, donde se reencontró con Alberto.

Siguieron el viaje cada vez más al Sur, sin experimentar mayores problemas. Hasta que cruzaron la frontera entre Bolivia y Argentina. Fue ahí que Jasy comenzó a mostrar los primeros problemas.

Pero eso no les detuvo y continuaron con el camino. Ellos habían sido bastante responsables con el cuidado de su vehículo, habían aprendido cuestiones básicas de mecánica y cada 5.000 km le realizaban obligatoriamente mantenimiento completo.

Llegaron a Mendoza, de ahí pasaron a Chile y continuaron rumbo al sur hasta la Carretera Austral, donde termina la Carretera Panamericana, la más larga del mundo.

Volvieron a tierras argentinas y llegaron al punto más al sur del continente: Tierra de Fuego. Estando allí, Jasy sufrió una avería grave.

Una placa del vehículo se fundió y no conseguían encontrar el repuesto necesario. Buscaron en Paraguay, Argentina, Uruguay, Chile y Brasil. Entonces, decidieron recurrir a Estados Unidos, pero las trabas para la importación en el vecino país hacía muy difícil que la pieza llegara enseguida.

Decidieron que el pedido llegara a Paraguay y de aquí un hermano de Juanqui cruzaría la frontera para poner la pieza en un courier interno.

Entretanto, ambos pasaron la Navidad en Tierra del Fuego y conocieron a un camionero que había viajado hasta ahí transportando leña y les llegó una nueva idea. En lugar de que el repuesto llegara hasta allí, ellos viajarían algunos kilómetros para adelantar distancias.

“¿Podrías llevarnos con nuestra camioneta en tu camión?”, le consultaron al hombre, que accedió.

Viajaron 2.000 km hasta Bahía Blanca, donde recibieron el repuesto y un mecánico realizó el cambio necesario. Emprendieron viaje, pero en Buenos Aires cayó el caño de escape y finalmente en Santa Fe la camioneta terminó parando definitivamente.

Así que ahí estaban, dejando su camioneta en la casa de un extraño y buscando la forma de terminar con el viaje.

Fueron hasta la terminal de ómnibus y se encontraron con que un colectivo que partía a Asunción tenía un asiento disponible. “¿Qué hacemos?”, le consultó Juanqui a su compañero de viaje.

“Andate nomás vos y yo voy a ver qué hacer; cualquier cosa, me voy a ir a dedo”, le respondió Alberto.

Juanqui abordó y llegó al día siguiente para darle una sorpresa a su familia en complicidad con su hermano.

Alberto fue hasta un puesto de peaje por donde habitualmente pasan la mayor cantidad de camiones y vehículos que se dirigen a la frontera con Paraguay. Allí esperó varias horas, ataviado con una bandera paraguaya y con la esperanza de que algún compatriota lo recogiera.

Cansado, se había quedado sentado en una silla cuando escuchó que el policía encargado conversaba con alguien. “¿Y es buena gente?”, preguntaba alguien. “No sé, pero está sentado ahí desde hace cuatro horas”, respondió el uniformado.

Alberto se acercó a hablar con el dueño del automóvil y se encontró con una familia que lo recibió en su auto y lo llevó hasta Clorinda. Allí, consiguió tomar la última balsa del año que pasaba al lado paraguayo para llegar a casa el 30 de diciembre y sorprender a sus padres mientras cambiaban una llanta en el estacionamiento de un supermercado.

Para Juanqui, lo que quedó después de los 185 días de viaje no fueron los lugares, sino las personas que conoció en cada uno de ellos. “Si estás solo es como que no disfrutás”, me asegura.

“Lo que me quedó es como uno cambia la estructura mental. Hubo muchos momentos en los que mi estructura mental no entendía muy bien: por ejemplo, 20 tipos sentados de diferentes lugares y hablando sobre temas que no precisamente compartíamos”, manifiesta.

“La apertura mental te da la posibilidad de que vos te conviertas en una esponja de absorción cultural y eso significa mucho no solo intelectualmente sino personalmente. Te convertís en una persona que está abierta a todo”, agrega.

Cuando le pregunto sobre algún punto del viaje que recuerde particularmente, él afirma que todos los países que tienen mucho por mostrar y que les difícil escoger alguno.

“La amplitud que te da al mundo es impresionante. El viaje es una cosa maravillosa, hay que salir a viajar”, sentencia.

Para ese momento llevábamos ya cerca de una hora de conversación que podía haberse extendido aún más. Es que es difícil resumir 35.000 kilómetros del viaje más grande de una vida en pocos minutos.

Parte de su viaje es recolectado a través de un blog y en su cuenta en Facebook.

Estas son tan solo algunas pocas de las aventuras que estos dos paraguayos vivieron en una combi mientras viajaban por América para llegar su interior.