Limpieza a la japonesa

¿Cuál es el secreto japonés para que las calles, las aulas y el transporte público estén todo el tiempo casi tan limpios como un quirófano? Una periodista de ABC Color viajó al Japón en busca de la respuesta. En esta nota te la contamos.

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Es un día cualquiera en una escuela de Japón. Pongamos la escuela Kyobashi Tsukiji, en el distrito de Chuo-ku, Tokio. Su director, Takefumi Ukitsu, y su vicedirector, Naohiko Hirayama, la describen como una escuela “común y corriente”, y “completamente normal”. Los alumnos van a clases de abril a marzo, y por día tienen 5 o 6 clases de 45 minutos cada una. En el curso de una semana, gracias a una reciente reforma educativa, en primaria tendrán clases de japonés, matemáticas, ciencias sociales, música, arte, educación física, ética, inglés, y los más grandes añaden a la lista tareas del hogar como asignatura.

Hasta aquí, exceptuando lo extenso del año escolar y el idioma, podría tratarse de una escuela de cualquier lugar del mundo. Pero lo que a ojos de un periodista latino en realidad llama la atención no es nada de eso, sino la responsabilidad que asumen los alumnos desde que entran al sistema, y el trabajo colectivo a la hora de organizarse para almorzar y limpiar la escuela. Leyó bien: limpiar, una tarea que está a cargo de los niños desde primer grado, forma parte de la rutina diaria.

“La limpieza es considerada parte de la educación. Es tu propia aula, donde pasás el día. Es parte de la educación aprender que si uno usa un espacio, lo debe limpiar. Lo hacen todos por igual, varones y mujeres, sin importar la edad”, dice el director Takefumi.

Empecemos desde el principio: la escuela se ensucia poco, porque al llegar alumnos y profesores colocan los zapatos que usaron en la calle en perfecto orden en unos casilleros. De otro estante sacarán unos championes que usarán exclusivamente puertas adentro. 

Cada día a las 12:30 tendrá lugar una coreografía fascinante, donde cada uno cumple su rol y tiene una responsabilidad. Lo primero es alimentarse. Los cocineros de la escuela llevarán a cada aula un carrito con la comida. A partir de ese momento, los chicos toman la posta. El día que visitamos Kyobashi Tsukiji, el menú era sopa miso, salmón, arroz, verduras, leche y manzana de postre. (Los padres pagan al mes 4.000 yenes por la alimentación, un poco menos de 40 dólares. Para tener una idea, un almuerzo promedio cuesta alrededor de 2.000 yenes en un restaurante).

Un grupo de niños, ataviados con guardapolvos, cofias y tapabocas, se encarga de servir la comida a sus compañeros. Dos alumnos leen el menú y el valor nutricional de los alimentos, y otro pronuncia el itadakimasu, que significa algo asi como “gracias por lo que vamos a comer”.

En los parlantes suena música clásica y empieza el almuerzo. Cada chico tiene en su mesa un individual y un oshibori (toallita de mano). Cuando todos terminan de comer, toca levantar la mesa, un proceso que es casi un tetris sincronizado. Se vacían los restos de comida en diferentes recipientes y se apilan prolijamente los cuencos, platitos y bandejas en los mismos carritos con ruedas en los que vino el almuerzo.

 

Aunque rutinario para los involucrados, el momento más sorprendente para los extraños está por ocurrir. De un armario sacarán escobas, palas, baldes y trapos. No hace falta decir nada, porque cada uno sabe cuál es su responsabilidad. Se corren mesas y sillas. Unos barrerán, otros limpiarán las mesas, otros se agacharán para pasar un trapo sobre el piso de parquet. El proceso termina cuando los trapos están enjuagados y los tachos de basura vacíos. Es momento de volver a acomodar los pupitres y seguir estudiando. El proceso tomó apenas diez minutos.

 

Un rato después, los periodistas que visitan Kyobashi Tsukiji charlan con los alumnos del segundo grado. Ryuichiro dirá que lo que más le gusta de su escuela es jugar al béisbol. Miori, que le gusta leer; y Yasuda, estudiar idiomas. Nadie responde “limpiar” y, probablemente, sea lo de menos.

Es casi obvio que un niño que fue educado en la limpieza y la responsabilidad en el cuidado de los espacios públicos no estaría a gusto, por ejemplo, en una estación de metro o un vagón de tren sucios. ¿Pero cómo se hace para que estén limpios los vagones de una red ferroviaria por la que corren a diario más de 300 trenes bala de 17 vagones?

La respuesta tiene nombre y apellido. Se llama “El milagro de los siete minutos del equipo de limpieza del tren bala”, o simplemente “El milagro de los 7 minutos”. Ver cómo funciona es otro espectáculo de sincronización fascinante, y saber que se repite cientos y cientos de veces cada día, hace que nos preguntemos por qué en el Paraguay tenemos que viajar en buses que pareciera que no se limpian nunca.

El “milagro” funciona así: como los trenes son sumamente puntuales, antes de que lleguen al andén de la estación hay un funcionario de Tessei, la empresa subsidiaria encargada de la limpieza, parado en el lugar preciso donde se detendrá la puerta de cada vagón. Impecablemente uniformados y con una flor tocando sus gorros, esperan la llegada con un bolso y elementos de limpieza en mano.

Cuando se abre la puerta, los limpiadores ya tienen una bolsa abierta para que los pasajeros depositen cualquier residuo, si lo tuvieran. Y en el preciso instante en que el último viajero pisa la plataforma, el limpiador entra al tren. Allí comienza la proeza cronometrada al detalle. Del minuto cero al 01:30 recogerán la basura “grande” y revisarán los portabultos y rendijas entre asientos para asegurarse de que no haya objetos olvidados. Entre el minuto 1:30 y el 3 rotarán los asientos 180 grados para colocarlos en la dirección del nuevo viaje y barrerán debajo de los asientos, para mover toda la basura al pasillo. Del minuto 3 al 5 pasarán un trapo a las bandejas traseras de cada asiento, abrirán todas las cortinas, pasarán un trapo por todas las ventanas y cambiarán los cobertores de asientos sucios. Del minuto 5 al 6 barrerán los pasillos y sacarán toda la basura del tren. El último minuto será dedicado a un control de calidad de la tarea de limpieza. A los siete minutos exactos, todo el equipo estará parado en la puerta y con una reverencia saludará a los próximos pasajeros, que tienen dos minutos para abordar el tren antes de que vuelva a salir.

“Creo que no hay otra compañía que haga esto en siete minutos en el mundo”, afirma Takuya Watariya, gerente de Tessei. No tiene mucho tiempo para responder preguntas de periodistas, porque cada segundo cuenta, pero alcanza a decir que la cultura de la limpieza está instaurada y que los empleados son los principales interesados en que su trabajo sea excelente.

A bordo de un vagón del tren bala, unos minutos después, en un viaje de Tokio a Hakodate que durará cinco horas y media, la mayoría de los pasajeros no esperará siquiera que el tren se aleje de la estación para abrir sus bentos (cajas o tapers con comida comprada o preparada en casa). Al terminar de comer, cada uno dejará sus desperdicios en los contenedores asignados, y al poco tiempo no habrá rastro de que allí se comió.

 

De nuevo, el secreto parece estar en realidad no solo en la impresionante velocidad y eficiencia de la limpieza, sino en la conciencia colectiva acerca del uso de un espacio público.

 

Es curioso que en las calles de Tokio, la ciudad que probablemente dispute uno de los primeros lugares en la lista de las más limpias del mundo, no haya basureros. ¿Qué hacen entonces con la basura que se genera, como envoltorios de alimentos (¡y eso que cada galletita de un paquete viene envuelta de manera individual!), cáscaras, botellas, latas, papelitos de toda laya? Simplemente, la lleva cada uno consigo hasta la casa.

Allí la distribuirá en los múltiples basureros que cada hogar tiene: uno, para los papeles; otro, para restos orgánicos; otro, para plástico; y otro, para botellas y latas. Cada tipo de residuo tiene a su vez un día de la semana asignado para la recolección.

En las calles tokiotas no hay ni siquiera colillas de cigarrillos tiradas. Y eso se debe a que ¡está prohibido fumar en la vía pública! Curiosamente, al contrario de lo que dispone la legislación asunceña, está permitido fumar en restaurantes u otros lugares públicos. Pero la mayoría de los restaurantes y las oficinas o centros comerciales cuentan con cabinas para fumadores, donde se atiborran a fumar. De más está decir que salen de ahí apestando.

A esta altura de la historia, el lector ya habrá podido imaginarse que si los lugares de más tráfico –como la vía pública, un vagón de tren o un aula llena de chicos– están limpios, las casas son santuarios de pulcritud. Y así es. En la casa de Wakako Yoshimachi, una jubilada de más de 66 años que vive en el norte del país, entendimos por qué: al igual que en la escuela, a las casas no se entra con zapatos, porque traen consigo la mugre del mundo exterior. El calzado se deja en un zaguán, o en las casas más chicas, al lado de la puerta. Desde ahí, el camino sigue en medias o en pantuflas. (Un consejo: si va a visitar una casa japonesa, chequee antes que sus medias no tengan agujeros, porque es de mala educación y casi un insulto para el anfitrión).

Con una cultura de limpieza instalada desde los primeros años de escolarización, mantener limpios los espacios más privados es algo natural.

Como también es natural que la higiene se extienda a lo más privado que una persona puede tener, el propio cuerpo. Dijimos más arriba que las casas son santuarios de pulcritud. En estos santuarios, los altares son sin duda los baños. El trono es definitivamente el inodoro, todo un prodigio de tecnología, listo para extremar la limpieza del cuerpo después de cumplir una de sus funciones más humanas. En las casas japonesas se trata de mantener separados los espacios de water, ducha y lavatorio.

Así, más o menos, son los baños japoneses (en casas y en lugares públicos): al entrar, un sensor que detecta el movimiento hace que suene un ruido de agua que fluye mientras los pajaritos cantan. Si no hay sensor, casi de seguro habrá un botón que cumple la misma función. La tabla del inodoro está tibia, no sea cosa de que el shock de sentarse en una superficie fría arruine la experiencia. Al apoyarse, también corre agua, para inspirar al usuario. Cumplidas las funciones escatológicas, entra en acción una especie de bidet interno cuya dirección e intensidad se pueden regular según gusto y necesidad. Algunos hasta tienen un vientito secador ( también de intensidad y temperaturas regulables) para evitar recurrir al papel higiénico. Y para que nadie se quede muy enganchado, hay un timer. Al levantarse, funciona automáticamente o a botón un desodorizante. En baños públicos y privados, hay a disposición un dispensador de desinfectante y otro de toallas para que cada uno deje el inodoro limpio, de ser necesario, o lo limpie en el muy improbable caso de que lo encuentre sucio.

 

Un tip: si encuentra unas toire-no-surippa (pantuflas verdes) en la puerta del baño, úselas. Son para no profanar el espacio con los calzados y no llevar los gérmenes del baño a otro sector.

La verdad sea dicha: para nuestro cuerpo latino, la higiene llevada al extremo del extremo puede llegar a abrumar. Uno no puede evitar la sensación de que está al borde de cometer un delito y de que en cualquier momento una pestaña, el hilito de un pulover rebelde o una célula muerta pueden desprenderse de nuestra humanidad y hacer sonar una alarma que convoque a la policía antisuciedad. La buena noticia es que los policías japoneses, en general, no portan armas de fuego; así que no hay riesgo de gatillo fácil. Eso sí, están altamente entrenados en artes marciales.

Esto último es, claro, una gran exageración que nace más que nada de la envidia y la admiración. Nadie necesita policía para ser limpio. Es un hábito. Y el “secreto” no es tal. Empieza por no ensuciar.

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