Pienso, luego existo

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Las informaciones sobre el covid-19, ritmo y formas de contagio, nos han confundido bastante en estos casi 7 meses de cuarentena. La información médico-científica ha sido sumamente variable, pero hay cosas que podemos pasar en limpio como evidencia adquirida.

En los últimos días me obligaron a ir a un ‘aislamiento preventivo’. Es una suerte de prisión preventiva en un modelo inquisitivo, en el que la restricción solo se revierte si uno es capaz de demostrar que no está enfermo ni incuba el maldito virus.

Estaba seguro de que no fui infectado. De hecho, me molestó bastante que me prohibieran asistir al trabajo. Técnicamente era un atropello a mi libertad, amparado por un protocolo que se sustenta más en presunciones que certezas, incluso por encima de las propias reglas impuestas por los médicos y/o científicos.

A ver si me explico. Un compañero de trabajo dio positivo. Pasamos alrededor de tres horas juntos diariamente. En nuestro entorno se siguen todas las reglas sanitarias: distanciamiento de 2 m, uso de tapabocas, lavado de manos.

Yo era alguien que cumplía todas las reglas, pero aun así resultaba sospechoso. Había más mitología que realidad. Según el propio ministro de Salud, Julio

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Mazzoleni, es un contacto de riesgo aquel que interactúa con un paciente positivo por un periodo permanente de 20 minutos sin ninguna protección y, literalmente, cara a cara.

Otro criterio es el esbozado por el Dr. Guillermo Sequera, director de Vigilancia de la Salud, quien sostiene que las probabilidades de contagio se dan en espacios reducidos, de poca ventilación, aún con tapabocas, pero en un periodo de interacción de al menos 8 horas diarias. Ninguno de los dos presupuestos era el mío. Pese a ello, fui aislado.

Es como si fueras por la ruta con todos los documentos en regla, no cometiste ninguna infracción y te llevan detenido por 24 horas porque te desplazabas en un auto de carrera que potencialmente era capaz de sobrepasar, sin mayor esfuerzo, el límite de velocidad.

Así hay varios ejemplos que ponen en duda la rigurosidad de los protocolos que siguen vigentes y que restringen libertades. Estos criterios –aunque absurdos– rigen por la desconfianza de las autoridades en la conducta individual de los ciudadanos. Es decir, se supone la incapacidad de la gente de respetar las reglas y, por ende, es mejor encerrarlas.

Esta situación no hace más que obligarnos a pensar primero para luego existir. Pensar en que debemos conducirnos responsablemente en un nuevo modo de vivir, siendo cautelosos, prudentes; pero no paranoicos.

De hecho el uso de tapabocas es una primera barrera de protección. Con el lavado de manos y distanciamiento social conveniente; técnicamente no tendríamos razones para estar encerrados.

Lo prueban las propias estadísticas de Salud Pública y las declaraciones de autoridades que indican que los contagios masivos no se dan precisamente en el ámbito laboral; donde se establecen las pautas sanitarias con mayor rigurosidad para evitar el cierre total de la unidad productiva.

Debemos dejar de conferirle a este virus facultades antropomórficas y asumir que nuestra conducta individual es el gran diferencial que debilitará el ritmo de contagio. Debemos aprender a convivir con este mal, sin encerrarnos en una cueva por temor.

Y en definitiva, lo que menos necesitamos en este momento es adicionar características atemorizantes a este virus, que lo único que nos produce es mayor estrés.

El pánico, la ansiedad y los pensamientos tóxicos hacen que en nuestro organismo se “liberen cantidades equivocadas de sustancias químicas que pueden distorsionar el ADN de las células inmunológicas, lo cual puede volverlas menos eficaces”, según explica la Dra. Carolina Leaf, investigadora de la ciencia del pensamiento, en su libro “¿Quién me desconectó el cerebro?”.

Aprendamos a pensar para actuar razonablemente y, de ese modo, vivir en plenitud.

roberto.coronel@abc.com.py