¡Te conozco, mascarita!

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¡A quién no le habrá pasado! Cuando nuestra abuela o alguna tía mayor nos pescaba con alguna intención distinta a la que estábamos aparentando, o percibía –por nuestra voz o gestos- que escondíamos algo, nos miraba fijo a los ojos, clavándonos una de esas miradas que no podíamos sostener mientras con voz cariñosa a la vez que firme nos decía “te conozco, mascarita”, dejando en claro que no éramos tan buenos actores como suponíamos y confirmando una vez más que, definitivamente, el diablo sabe más por viejo que por diablo.

El origen de la expresión se remontaría a la celebración de los carnavales peruanos y ecuatorianos a comienzos del siglo pasado, en los que los “mascaritas” eran unos personajes vestidos con trapos y harapos, escondiendo de esa forma su sexo y edad, que llevaban igualmente ocultos los rostros tras rudimentarias máscaras. Estos singulares sujetos, convenientemente camuflados tras esta estrafalaria indumentaria, se permitían gastar bromas pesadas al público, y era de uso común que recibieran alguna propina para hacer a determinada persona víctima de sus chanzas, que a veces rayaban la exageración.

La víctima de turno –aclaremos que estaba prohibido picharse- debía soportar las bromas con buen humor o por lo menos saber disimular, mientras se devanaba los sesos tratando de encontrar alguna característica que le permitiera reconocer a sus victimarios (o por lo menos uno de ellos), y cuando por fin lo hacía, pronunciaba con voz fuerte y clara “te conozco, mascarita”, ante lo cual el nombrado se retiraba y dejaba en paz al –a esas alturas ya bastante molesto- personaje víctima de las burlas.

El rostro humano refleja muchas cosas, además de nuestra identidad. Es posible identificar estados de ánimo, rasgos de ironía o burla, honestidad, seriedad o no, y muchas otras verdades en los ojos, la forma de mover la boca, algún tic nervioso, todo delata las verdaderas intenciones de las personas. Por esta razón, los políticos tienen asesores de imagen que les orientan sobre cómo aparecer ante el público, y por el mismo motivo los ladrones se cubren el rostro. Y si el lector hizo una analogía entre los dos ejemplos anteriores, posiblemente no sea fruto de la casualidad...

No en balde la gente con malas intenciones oculta su rostro, o parte del mismo, trata de desfigurarlo o disimilar alguna particularidad muy resaltante. También muchas empresas y organizaciones que no tolerarían una Auditoría profunda lo hacen. Detrás de pomposas inauguraciones de obras de caridad, de cheques de varias cifras entregados entre lagrimones en un maratón solidario, de informes de responsabilidad social presentados al público en simultáneo por diversos medios de comunicación, muchas veces están escondidas licitaciones amañadas, contratos con el Gobierno o entes públicos ganados mediante la consabida “aceitada” al alto funcionario venal, enormes daños al medioambiente y trapisondas de grueso calibre.

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Se puede engañar a cierta cantidad de gente cierta cantidad de tiempo, pero es imposible engañar a todos todo el tiempo; la verdad con su peso inexorable termina por salir a la luz, del mismo modo que el mejor maquillaje termina por esfumarse, mostrando la verdad de lo que se ocultaba o disimulaba detrás de él. También el estilo de vida, el cuidado de la salud, los hábitos desarrollados en el día a día, nos terminan haciendo responsables del rostro que tenemos.Cuentan que, en cierta ocasión, estando Abraham Lincoln buscando gente para su Consejo de Ministros, uno de sus consejeros le sugirió el nombre de cierta persona, rechazándola inmediatamente el viejo Abe. “¿Por qué?”- le preguntó el Consejero. “No me gusta su cara”- respondió Lincoln. “¡Ese no puede ser el motivo” –exclamó el consejero- “pues si él no es responsable de su cara… cuanto menos no debería ser un motivo! ¿Qué puede hacer? No puede evitarlo”. “No –dijo Lincoln- después de los cuarenta, cada hombre es responsable de su cara”.

La cara de un hombre a partir de los cuarenta años es absolutamente responsabilidad suya. Es la forma en que ha vivido, amado y se ha preocupado, es la forma en que se ha comportado y relacionado, cuan disciplinado o indisciplinado ha sido con sus hábitos buenos y malos, lo desdichado o estático que se haya permitido ser. Es su autobiografía.

Quizás sea ésta una de las razones por las que ofenden tanto a la inteligencia los grandes discursos de estos personajes que, amparados en la máscara de sus fueros, su puesto y el micrófono servil que nunca falta, cuando que todos conocemos su prontuario. Algo parecido –pero en otro espectro de la vida- es lo que se puede observar en las fiestas en las que, en determinado momento de la noche –con el agregado del alcoholímetro marcando interesantes porcentajes- se reparten pitos, cornetas y máscaras, y uno puede observar al tío más tímido y a la sobrina más recoleta haciendo malabares en la pista de baile, amparados por el antifaz protector.

Las máscaras tienen un significado muy importante en la psicología humana, constituyéndose en una protección inconsciente que la gente se pone muchas veces para que se no se vea quienes son realmente. Se evita así cualquier contacto con el auténtico yo, el auténtico ser. Porque tolerar la frustración de que no satisfagan nuestras necesidades nos es fácil, y se hace más soportable tolerar la no satisfacción desde la posición de un personaje paralelo, al mismo tiempo de constituirse en un recurso –absolutamente inválido legalmente por sí en el ámbito mental- de no asumir responsabilidad por lo incorrectamente realizado munido de este sortilegio.

Así que, de pronto como realizando un ejercicio de ciudadanía responsable y practicando la crítica aguda, probemos al volver a escuchar el discurso grandilocuente de un político por ejemplo glorificando una obra de su gobierno, o a un candidato a un cargo electivo refiriéndose a todas las obras que pretende realizar, o al representante de una empresa multinacional relatando todas las acciones de su representada en el cuidado de las aguas subterráneas, de imaginarnos el verdadero rostro de la persona debajo de la máscara que está usando, la cara real de esa persona y lo que diría si se refiriese sin nada que la oculte la identidad sobre la realidad de lo que está presentando. Podrían llegar a surgir resultados divertidos, y, sobre todo, interesantes.