Quien se deja guiar por este Espíritu va a producir hermosos “frutos del Espíritu”, como enseña San Pablo. Los frutos son: el amor, que se manifiesta de maneras muy variadas, como el ser bondadoso con todos, no solamente con aquellos que son bondadosos con nosotros; ser cortés y bien educado, tratando a los demás con respeto, sin querer engañarles, o prevalecerse despóticamente.
La mansedumbre es un lindo fruto del Espíritu, tan necesario en una sociedad ruidosa y perturbada. Todo mundo está con prisa, todo mundo vive en carreras apretadas, y poca gente consigue contar hasta diez antes de explotar con el otro. La mansedumbre es benevolencia, no es miedo, pues es consecuencia de autodisciplina constante y de valiente autodominio. Es sujetar la impulsividad y dar tiempo para buscar un acuerdo. Algo imperioso hoy día es la “mansedumbre en el tránsito”, evitando la velocidad imprudente, el alcohol, las ofensas, y por ende, desastres que acarrean inmenso dolor. Otro fruto del Espíritu es la alegría, no la aparente, que viene de pavadas o de estúpidas borracheras; sino la otra, la que nace de un don del Espíritu a nuestro espíritu, si este es humilde y sincero. Otro fruto indispensable para nuestro país es la templanza, esta virtud que modera la atracción de los placeres, que fácilmente se ofrecen de modo moral, o inmoral, para niños y adultos. Asimismo, procura el equilibrio en el uso de los bienes creados, sin transformarlos en ídolos, y, por tanto, en tiranos. También asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos, tan avivados por el entorno hedonista que nos seduce, e igualmente mantiene los deseos en los límites de la honestidad. Únicamente si nos dejamos conducir por el Espíritu Santo seremos hombres y mujeres nuevos, con actos equilibrados de frugalidad y de fraternidad.
Paz y bien