Asunción, igual... te quiero

Asunción está de cumpleaños. Y aunque quisiera decirle “feliz aniversario” con la alegría de una hija orgullosa, la verdad es que me cuesta encontrar motivos para celebrarlo. La desidia —esa lluvia fina, pero constante— caló hondo en sus paredes, sus calles y su memoria. La dejaron como una casa que alguna vez fue hogar, pero que hoy sobrevive con lo que puede.

Yo nací y crecí acá. Mi infancia tuvo como escenario el microcentro capitalino: estudié en la escuela Celsa Speratti y, de adolescente, aprendí a amar el teatro por mi paso en el Instituto Municipal de Arte (IMA) donde mi abuela trabajó toda su vida. Mi sueño entonces era vivir en Asunción, “estar cerca de todo”.

Mis días eran capítulos escritos con aroma a bollitos de Panemar y tardes de caminatas hasta la avenida Colón, sintiendo que el mundo empezaba y terminaba en esas calles.

Aún guardo en la memoria el árbol de flores blancas frente a mi escuela, donde mi abuela me esperaba para volver juntas a casa. Ese árbol ya no está. El IMA se incendió y, como en una relación rota, nadie se preocupó por reconstruirlo. El encanto que antes enamoraba hoy vive solo en la memoria, como una foto amarillenta guardada en un cajón.

Vivir en Asunción ya no es vivir: es sortear obstáculos como si cada día fuera una maratón no deseada. Hay calles sin veredas que obligan a caminar sobre el asfalto, confiando en que los conductores no se lleven tu historia por delante. Los trabajos eternos de cableado subterráneo dejan cicatrices de pozos y basura, mientras las rampas para personas con discapacidad parecen un chiste cruel.

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La ciudad se ha convertido en un tablero donde los locales se apropian de las calles con permiso tácito, y donde estacionar sin ser extorsionado por un cuidacoches es casi un milagro.

Aprendimos a convivir con la pobreza extrema y la adicción en los edificios abandonados. Entre el miedo y la compasión, el vínculo con estas personas se convierte en un vaivén emocional: empatía, temor, lástima… y de nuevo temor.

No, señores, mi sueño de vivir en Asunción no se cumplió. Ese sueño me lo robaron los numerosos gobiernos municipales indolentes. Aquella ciudad que imaginé como un amor eterno fue descuidada por manos coloradas y no coloradas por igual, hasta convertirse en una distopía donde no se vive: apenas se sobrevive. Y aun así, acá sigo… porque el amor, aunque herido, no se apaga de un día para otro. Te quiero, igual... Asunción.