Se acerca la fiesta patronal de la Virgen de Itacuá, que a diferencia de celebraciones como las de Caacupé, tienen menor impacto en la sociedad. Sin embargo, más allá de la creencia en la religión católica, el punto más ansiado durante la celebración es, sin dudas, la reflexión sobre la realidad social en la homilía. El resto de la misa, sin demeritar el ritual, es prácticamente un protocolo repetido que se cumple con solemnidad, pero sin la fuerza transformadora que muchos esperan.
No obstante, los vínculos de poder en Encarnación no se incomodan. Es tradicional que los obispos de la Diócesis de Encarnación sean extremadamente “benevolentes” y genéricos cuando abordan temas de corrupción y justicia social. Esa prudencia, que algunos llaman diplomacia, termina siendo un silencio cómplice frente a las injusticias que atraviesan la vida cotidiana de la población. Así, la propia celebración pierde valor político, que fue lo que en principio caracterizó a las grandes festividades eclesiásticas en nuestro país. El rol de una iglesia transformadora de realidades se diluye en protocolos de la palabra que no se aplican a una realidad que perpetúa la desigualdad.
Un pueblo extremadamente devoto a la fe católica, que según datos del Instituto Nacional de Estadística para el 2012 rondaba el 88% de la población del país, siendo mayor en el área rural, sigue depositando su esperanza en la Iglesia. En los pueblitos de la región, las comisarías pueden no tener patrullera, mesas o sillas; las escuelas cayendo a pedazos; los hospitales sin medicamentos ni profesionales suficientes. Empero, no falta una Iglesia coqueta que soporta la necesidad de espiritualidad de un pueblo sufrido.
Independientemente de que seamos un Estado laico, no se puede desconocer el poder que tiene la Iglesia en nuestro país. Su influencia no se limita a lo espiritual; se extiende a lo cultural, lo social y lo político. No es responsabilidad exclusiva de esa institución, de hecho, pero las esperanzas de los más necesitados se encuentran depositadas en ella. Una Iglesia que podría ser voz de los sin voz, pero que muchas veces opta por la neutralidad, dejando que la injusticia se perpetúe.
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Más allá de la fe, lo que se espera en cada homilía es un llamado a la conciencia, un recordatorio de que la corrupción no es un destino inevitable, y que la justicia social no debería ser una utopía. La cuestión es si está dispuesta a incomodar al poder, o si seguirá siendo un paño de lágrimas que consuela, pero no cambia la realidad.
Sergio.gonzalez@abc.com.py