El ministro del Interior, Arnaldo Giuzzio, declaró que, ante el avance del sicariato en nuestro país y el deterioro de la seguridad pública, no tiene “una visión tan fatalista de los hechos”. Mientras, la gente ya está combatiendo la inseguridad en las puertas de sus casas.
El ministro parece tener dos ideas absolutamente erróneas: la de que la gente debe resignarse a la situación y la de que la situación es una suerte de destino necesario o manifiesto de nuestro país.
La inseguridad no es el destino necesario o manifiesto de ninguna sociedad y, ciertamente, no lo es de la paraguaya. La inseguridad es el resultado lógico de malas políticas del Gobierno en la materia, coadyuvadas por un Ministerio Público y una Justicia inoperantes y débiles, lo que los convierte en cómplices de la delincuencia.
Cuando se sustraen a los institutos que deben velar por la seguridad del control político institucional, se los pone bajo influencia de poderes fácticos que, por definición, son destructores de los fines de la sociedad.
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Es exactamente lo que hizo el Gobierno de Horacio Cartes en fecha tan temprana como la del estudio de su primer presupuesto general, para el año fiscal 2014, al sustraer los gastos de la Policía Nacional del control del Ministerio del Interior, que en virtud del artículo 175 de la Constitución debe dirigir a la Policía, justamente para mantener el control político sobre ella.
Esa sola medida fue agravando la influencia de los poderes fácticos sobre las fuerzas de seguridad. Los contrabandistas de cigarrillos, que comparten ruta con los contrabandistas de drogas, armas y medicamentos, son uno de esos poderes fácticos y no es difícil imaginar la acción corruptora de quienes comparten operaciones con los narcotraficantes.
Pero incluso antes de ese Gobierno, ningún otro de la democracia se animó a imponer un pleno y total control civil sobre la Policía, que siempre logró un inaceptable grado de autonomía con respecto a los controles institucionales alegando la mentira de supuestas atribuciones de un “comando institucional” que define por sí asignaciones, ascensos y atribuciones de la fuerza policial, algo completamente inaceptable en una democracia plena, que solo sirve para que dicho mando institucional haga favores en la oscuridad.
Los resultados son obvios, evidentes, están a la vista de cualquiera que elija no ser ciego: la Policía protege el contrabando y el narcotráfico, y efectivos de la Policía, consecuentemente, ven que dedicarse a delinquir no es problema, por lo que sufrimos agentes que secuestran, roban, extorsionan y, en fin, se comportan como bandas criminales auténticas.
Extorsionan a motochorros, a limpiavidrios, a cuidacoches, a micronarcos, en fin, a la gente que hace imposible la tranquilidad pública. A mayor inseguridad, mayor ganancia de los agentes corruptos.
Pero además, la protección a los contrabandistas y narcotraficantes y a sus redes operativas es una invitación abierta a que ellas operen en todo el territorio con sus propias reglas de ajustes de cuentas y demarcación de “jurisdicciones”, lo que explica fácilmente la potente irrupción del sicariato, que ya ha llegado a la propia capital de la República.
La gente no tiene por qué resignarse a estas desgracias y, de hecho, justamente para que el pueblo jamás deba aceptar estas desgracias es que el artículo 175 de la Constitución pone a la Policía Nacional bajo control, supervisión, dirección y obediencia del poder civil mediante el ministro del Interior.
Es para que el poder civil pueda imponer los cambios que estime necesarios o pertinentes. Giuzzio fue encargado de esa tarea por un presidente pusilánime, es verdad, pero la pusilanimidad de su jefe no disculpa al ministro del Interior pues sus responsabilidades sobre la Policía Nacional tienen rango constitucional.
Está probado que este ministro es más de lo mismo y que no tiene la menor intención de introducir las rectificaciones que son imperativas para reconstruir la seguridad pública. Él es parte del problema y su permanencia en el cargo agrava la situación y, peor, sus declaraciones pretenden imponer al pueblo la normalización de la inseguridad y el sicariato; tan comprometido está en mantener ese perverso status quo.
Por eso es que Giuzzio debe irse, y por no echarlo, Marito aparece como él como cómplice de los poderes fácticos que controlan la Policía. El presidente también le hará un favor a la población si destituye al jefe de Policía, comisario general Luis Arias, quien en ningún momento demostró estar a la altura de su importante cargo.