En un homenaje a los alumnos que este año sobresalieron en las escuelas agrícolas y electromecánicas, realizado hace poco en el Palacio de López, uno de ellos –César Cardozo– invitó a las autoridades a que “tomen en serio la educación: es sumamente importante para la formación del joven paraguayo, en su mayoría con escasos recursos”, según dijo. Es improbable que estas plausibles palabras hayan sonrojado a las autoridades presentes, entre ellas el presidente Mario Abdo Benítez; al fin y al cabo, el desastre educativo no empezó recién en 2018, de modo que las responsabilidades recaerían a lo largo de las décadas sobre muchas espaldas, incluyendo las de los propios docentes. Si se creyó oportuno formular esa invitación, que implica una severa condena a la desidia estatal, es porque en este país aún resulta necesario destacar la relevancia de la educación.
Debería ser obvio que la formación del joven es muy importante, pero en los hechos no se la considera así. Según la última Prueba del Programa para la Evaluación Internacional de Estudiantes (PISA), realizada en 2017, la gran mayoría de los estudiantes de 15 años carecía de las competencias básicas en lectura, matemática y ciencia, acaso porque el Paraguay tiene un promedio de horas nominales de clase muy inferior al de la mayoría de los países latinoamericanos: 7.448, de las que deben restarse las horas perdidas debido a las ausencias, a las huelgas y a las “distracciones” en clase de los docentes, también víctimas del pésimo sistema educativo, según revelan los exámenes de evaluación a los que suelen ser sometidos. Recibieron el título que los habilita para enseñar arrastrando las deficiencias de la educación primaria recibida, de modo que no pueden más que reproducirlas en el aula, perpetuando así la mediocridad reinante. Como es lógico, ella se extiende hasta la universidad, un sitio impropio para llenar las lagunas generadas en la escuela; por tanto, se reduce el nivel de exigencias, empezando por el de los exámenes de ingreso, si es que los hay: los resultados de las pruebas que rinden los aspirantes a ingresar o a ascender en la judicatura son un buen reflejo de la calidad de la educación terciaria.
Los alarmantes datos revelan, pues, que la invitación referida no fue innecesaria, lo mismo que el sensato agregado de que las principales víctimas de la paupérrima enseñanza son los jóvenes de familias pobres. Es menester subrayarlo, dado que se está violando la garantía constitucional de “igualdad de oportunidades en la participación de los beneficios de la naturaleza, de los bienes y de la cultura”. La ley suprema no garantiza que todos los habitantes tengan iguales ingresos, pero sí que puedan prosperar en la carrera por la vida, para lo cual la educación que reciban será decisiva; más allá de los destinos individuales, es necesario alentar el desarrollo nacional formando profesionales capacitados en las más diversas áreas del saber, poniendo especial énfasis en la preparación técnica.
No basta con invertir más en educación, ya que también es preciso hacerlo con eficiencia y probidad. Al decir de la organización civil Juntos por la Educación, “no solo es invertir más, sino mejor: todos los años se dan aumentos en el sector, pero el tema es en qué se gasta y si esto generó algo distinto”. Y bien, no lo genera, aunque el Presupuesto del Ministerio de Educación y Ciencias (MEC) haya ascendido en 2021 a casi siete billones de guaraníes, es decir, al 3,7% del Producto Interno Bruto. Uno de los problemas es que el 92% de esos fondos está asignado al pago de sueldos de funcionarios y docentes, de modo que resta muy poco para mejorar la infraestructura edilicia, así como la formación y la capacitación de muchos docentes más interesados en su billetera que en su idoneidad.
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No solo es cuestión de volcar más dinero y de modificar la composición del gasto, sino también de lograr los resultados deseados con el mínimo posible de recursos. En 2020, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) informó que la ineficiencia del gasto público causa en el Paraguay un derroche equivalente al 4% de su PIB, esto es, mayor que el Presupuesto educativo, siendo presumible que la cuota correspondiente al MEC en cuanto a despilfarro no sea inferior al promedio de la Administración Central. También hace falta, en fin, que se administre con honestidad, según se desprende de lo afirmado en enero de 2019 por el entonces ministro Eduardo Petta: “Si hoy hablamos de educación en el nivel que estamos, que nos pone en los últimos lugares en matemáticas, ciencia y lectura, obedece a muchos factores. Sin embargo, uno de los culpables más importantes que tiene hoy la educación es la corrupción” (las negritas son nuestras). Sabía, seguramente, de qué estaba hablando.
Mientras persista esa peste, no tendría mucho sentido volcar más fondos a 84.532 funcionarios y docentes, es decir, al 49% del personal dependiente del Poder Ejecutivo, sin que exista la menor certidumbre de que se hará buen uso de ellos, para bien de 1.528.000 estudiantes, que tienen derecho al aprendizaje y a la igualdad de oportunidades. Los ciudadanos convencionales de 1992 sí le dieron importancia al “derecho de aprender y a la igualdad de oportunidades en el acceso a la cultura humanística, la ciencia y la tecnología”, según reza la Constitución. En efecto, dispusieron que los recursos destinados a la educación en el Presupuesto nacional no sean inferiores al 20% del total asignado a la Administración Central, excluidos los préstamos y las donaciones. Salvo el Poder Judicial, solo el MEC tiene asegurado constitucionalmente un mínimo presupuestario. Con toda evidencia, esa atinada norma resultó insuficiente por las razones apuntadas y por el desinterés de una “clase política” no muy adicta a la cultura. No resultó superfluo, en fin, que las autoridades hayan escuchado tan significativa invitación de parte de un joven estudiante, con el recordatorio añadido, pues aún hace falta que sean “invitadas” a asumir también actitudes tan comprensibles como la de respetar el séptimo mandamiento: “No robarás”.