La fiscala general debe irse

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El Ministerio Público nunca ha atravesado una parálisis como la de los últimos tiempos, la que no se ha iniciado con las denuncias de Arnaldo Giuzzio sobre Horacio Cartes ni ha empeorado con el último atentado que dejó al desnudo la inutilidad de los equipos de inteligencia estatales. La debacle se siente y resiente desde hace mucho tiempo. El saqueo a las arcas públicas ha ido en progresión geométrica, y la responsabilidad en este sentido la tiene el Poder Judicial, con sus jueces, tribunales y la misma Corte Suprema, y ni qué decir el JEM, encargado de juzgar a los prevaricadores. Sin embargo, la indudable importancia del Ministerio Público en esta cuestión radica en que representa a la sociedad ante los órganos jurisdiccionales, y en tal carácter la ha defraudado notablemente.

El Ministerio Público del Paraguay nunca ha atravesado una parálisis como la de los últimos tiempos. La oscuridad no se ha iniciado con las denuncias de Arnaldo Giuzzio sobre Horacio Cartes ni ha empeorado con el último atentado que dejó al desnudo la inutilidad de los equipos de inteligencia estatales. No. La debacle se siente y resiente desde hace ya un largo tiempo, con la discrecionalidad del crimen organizado para actuar de manera contundente y unas fuerzas de seguridad enclenques, de una manera que están triturando inclusive los cimientos de nuestra democracia.

Si los latrocinios han ido en progresión geométrica ha sido en gran parte por la gran impunidad que rodea a los saqueos a las arcas públicas. Por supuesto, el Poder Judicial con sus jueces, tribunales y la misma Corte Suprema, tienen una gran responsabilidad, y ni qué decir el supraórgano de control que debería ser el Jurado de Enjuiciamiento de Magistrados (JEM), encargado de juzgar a los prevaricadores. Sin embargo, la indudable importancia del Ministerio Público en esta cuestión radica en que representa a la sociedad ante los órganos jurisdiccionales, y en tal carácter la ha defraudado notablemente.

Según su ley orgánica, la Fiscalía debe velar por el respeto de los derechos y de las garantías constitucionales del pueblo paraguayo. Sus agentes deberían promover acciones penales para defender el patrimonio público y social, el de los pueblos indígenas, del medio ambiente y de cualquier otro interés; son quienes deberían ejercer la acción penal en los casos que no fuera necesario instancia de parte. Sin embargo, en cada uno de los desafíos mencionados anteriormente, hace mucho tiempo no se sentía una orfandad tan desoladora.

El nombramiento de Sandra Quiñónez como la primera mujer al frente de la Fiscalía General fue un hecho auspicioso porque la misma venía precedida de fama de tener gran determinación para enfrentar a los grupos criminales vinculados a secuestros y asesinatos. Pero se encendieron alarmas: venía designada por Horacio Cartes, por lo que iba a necesitar de gran coraje para desprenderse de la mano que mecía la cuna.

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El tiempo confirmó que a Quiñónez le costó cortar el cordón umbilical de su padrinazgo. Con los primeros casos de personeros cartistas denunciados por enriquecimiento ilícito, ya sus conocidos músculos empezaron a relajarse. La capacidad de articular acciones ante las noticias críminis se siguió anestesiando con casos emblemáticos de saqueos públicos que nunca conocieron de un castigo o una condena por la repudiable actuación de muchos de los agentes investigadores.

La designación de fiscales de pocas luces o escaso coraje para perseguir a quienes atentan contra el patrimonio, fue cada vez más notoria. Y si de por medio estaba metido algún hombre, mujer o estructura bendecida por el cartismo, las imputaciones nunca se produjeron, y menos aún se logró llegar a juicios orales y públicos. Varios fiscales abandonaron las filas del Ministerio Público, muchos descorazonados ante los resultados y la falta de apoyo en medio de investigaciones.

El escándalo de los audios de Óscar González Daher y sus secuaces vomitó en la cara de la fiscala general Sandra Quiñónez que en sus filas tenía elementos podridos. Se escuchaban las voces, cuánto dinero pedía uno, cuánto ofrecían al otro a cambio de conseguir un par de imputaciones y algunas sentencias a medida. Lejos de articular una investigación o iniciar un sumario, Quiñónez permaneció inmutable: la institución madre de las investigaciones estaba también podrida y ella nada hizo por limpiarla.

Se tuvo que llegar a un segundo juicio contra el clan González Daher para que se despertara el Poder Judicial, que en una sentencia inédita pidió perdón a todas las víctimas. Pero quienes pidieron perdón fueron los jueces, no la fiscalía que hasta ese día nunca transparentó alguna iniciativa seria por identificar y castigar a los fiscales que se prestaron como cobradores de usureros. Un paréntesis especial merece el proceso a Ramón González Daher porque se pudo ver que el Ministerio Público sí podía –había sido– desplegar inteligencia y coraje para conseguir una sentencia contundente. Fue un gran oasis en medio del desierto, que se vio a la mismísima Sandra Quiñónez sentada detrás de los fiscales… como sentado estaba también allí –silla de por medio– Brian Skaret, agregado de justicia de la Embajada estadounidense.

La deuda más importante de la Fiscalía General del Estado no está dada solamente por la suma de todos los casos impunes, no investigados, patrimonios no recuperados, castigos que nunca llegaron, procesamientos selectivos, investigaciones a medida y averiguaciones dormidas. No está dada por la cantidad de funcionarios públicos que nunca fueron investigados, procesados o imputados, por las escasas condenas que consiguieron o por los errores procesales que cometieron. No. Está dada porque con la parálisis que se tragó a la Fiscalía se han alentado muchos crímenes financieros como el lavado de dinero y la evasión impositiva que tienen delitos conexos inmediatos como el narcotráfico, el tráfico de armas y el contrabando. Ya ni mencionar los otros crímenes provenientes del imperio de las mafias que han logrado instalar el sicariato y el miedo en nuestro país.

La sociedad, a la cual la Fiscalía ha debido defender en todo este tiempo, está fracturada. Un concierto que debió ser un festival de reencuentros tras el largo túnel del covid, quedó despedazado por las balas de matones que se sintieron tan impunes como para atacar el corazón de la sociedad. Y así, de a poco, nos vamos sumergiendo en una comunidad que tiene miedo de reunirse en actividades sociales y ahora tendrá que pasar por un detector de metales antes de ir a rezar a la basílica de Caacupé.

La fiscala general del Estado debe irse, pero por motivos ciertos, no los equivocados; no por los anhelos electoralistas que seguramente albergarán algunos correligionarios de la ANR. Merece irse porque ha desarticulado aún más la única institución que debe velar por los intereses de la sociedad, investigar y castigar sin contemplaciones los crímenes y delitos que están permeando nuestra vida democrática. Hacer un juicio político a Quiñónez con ambiciones proselitistas –cambiar sin que cambie nada– traicionará más aún a un pueblo que ya no puede ni merece más vilezas.

Sanear la Fiscalía General del Estado exige tener como brújula las buenas intenciones de los patriotas. Que ningún ista intente darle una dentellada oportunista o electoralista. Las motivaciones y el camino que nos permitan volver a tener fiscales, hombres y mujeres, defensores de la sociedad, deben ser bien transparentes; el único combustible que debe fogonear la transformación debe ser procurar una sociedad donde los criminales no sean los amos y los ciudadanos no seamos simples esclavos muertos de miedo.