Hay reformas que ya eran necesarias y perentorias antes de la pandemia y lo son mucho más ahora, no solo porque los problemas se han agravado en este período, sino porque han aparecido o se han exacerbado otros nuevos, sobre todo por el lado de la sostenibilidad fiscal y macroeconómica.
La primera tarea es restablecer un relativo equilibrio en las finanzas públicas, que en 2022 cumplirán su cuarto año consecutivo de saldo rojo muy superior al tope de la ley de responsabilidad fiscal, lo que ha venido acompañado con una disparada exponencial de la deuda estatal, actualmente ya por encima de los 14.000 millones de dólares, en torno al 35% del PIB, casi el doble de la que recibió este Gobierno al inicio de su mandato.
De manera correspondiente, se han venido incrementando consistentemente los agregados monetarios, lo que evidencia que se ha puesto a andar la “maquinita” de la emisión inorgánica para financiar el excesivo gasto público. Como consecuencia, la inflación trepó el año pasado al 6,8%, muy arriba de la meta inicial del Banco Central del Paraguay, y se cree que podría llegar a los dos dígitos por primera vez en tres lustros. Para tener una idea, una inflación de 10% implica para un trabajador de sueldo mínimo una pérdida anual del valor adquisitivo de sus ingresos equivalente a más de un aguinaldo completo.
Ordenar la casa es lo primero, y eso pasa por la reforma del Estado que se viene prometiendo desde hace 30 años, pero no lo único. Hay dos áreas que van de la mano y que son absolutamente capitales para el futuro del país y su potencial de crecimiento: la educación y el mercado laboral.
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En cuanto a lo primero, la educación suele ponerse en primer lugar entre los factores que pueden romper el círculo vicioso de la pobreza y el subdesarrollo, por lo que resulta curioso que, a la hora de la verdad, pareciera que muchos no le dan tanta importancia al hecho de que prácticamente se perdieron dos años, durante los cuales niños y adolescentes estuvieron promoviéndose a cursos superiores sin competencias mínimas aceptables en su proceso de formación.
La calidad de la educación en Paraguay ya era bajísima antes de la pandemia, con el 68% de los alumnos de 15 años sin lectura comprensiva suficiente de textos acordes con su edad y el 92% sin alcanzar el nivel más básico en matemáticas (prueba PISA 20217). Todos los estudios importantes que se han hecho en el mundo han demostrado que la enseñanza a distancia no ha sido el sustituto deseado y Paraguay no es la excepción, por lo que cabe concluir que la situación actual es mucho peor. No será suficiente con simplemente seguir con lo mismo como si ttnada hubiera pasado, habrá que hacer enormes esfuerzos para recuperar algo del tiempo perdido.
Eso en relación con la educación básica, ¿y qué pasa con la educación superior, donde todavía hoy se mantienen sistemas híbridos de muy dudosa efectividad? ¿Qué clase de técnicos y profesionales, y no menos importante, qué clase de ciudadanos se están formando? Ni siquiera los estudiantes, que son los más perjudicados, parecen demasiado preocupados por ello, como tampoco los gremios empresariales, pese a que la falta de recursos humanos calificados es claramente una de las causas de la baja competitividad y productividad de muchísimas empresas y sectores enteros de la economía real.
La mala calidad de la educación se refleja, por supuesto, en la fuerza laboral. Si bien Paraguay tiene un porcentaje bajo de desempleo abierto, al hacer un análisis un poco más profundo queda claro que la mayor parte de los ocupados y subocupados obtienen ingresos en el sector informal o cuasi informal en poco más o menos que changas. Al tercer trimestre de 2021, de una población ocupada de 3.500.000 personas, solo 1.400.000 eran asalariadas, incluyendo 333.000 funcionarios públicos, y de ellas un alto porcentaje en empleos informales en talleres, almacenes y otros pequeños y micronegocios. Y sin embargo, no se conoce un solo proyecto de reforma laboral que incentive la contratación y el trabajo formal.
La mayor parte de los trabajadores paraguayos, mal preparados y con empleos de mala calidad, no lograrán ahorrar lo suficiente, en muchos casos nada, para el momento en que ya no estén en edad de trabajar. De acuerdo con algunas estimaciones, en un plazo de 20 años habrá al menos 2.600.000 personas en estas condiciones. Menos del 25% de la población está aportando a algún sistema de seguridad social. Esta es una bomba que definitivamente va a estallar y que es preciso empezar a intentar desactivar sin más pérdida de tiempo.
Se requiere una reforma previsional que fortalezca la supervisión, que universalice los aportes, y que atienda los casos específicos del IPS y, en particular, de la Caja Fiscal. Según proyecciones oficiales del Ministerio de Hacienda, esta última alcanzará un déficit de 3.000 millones de dólares ya en el próximo período presidencial. Significa que, si no se hace nada al respecto, en pocos años habría que triplicar el IVA solamente para pagar las jubilaciones a los funcionarios públicos.
El juego político es normal en una democracia y se vienen dos años electorales, pero ojalá no se vuelvan a dejar de lado estas y varias otras áreas de vital importancia para el país que deben ser abordadas sin demora. Sin embargo, con algunas pocas excepciones a la regla, lamentablemente nuestros gobernantes y congresistas no dejan mucho margen para el optimismo.