Ley a medida de ladrones públicos

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Parece ser que los “cicatrizados” agentes de la “operación cicatriz 2.0″ en el Congreso, el nuevo pacto entre Horacio Cartes y Mario Abdo Benítez que salvó de la destitución a la fiscala general Sandra Quiñónez, quieren desconocer el concepto central de nuestra institucionalidad política, de nuestro objetivo comunitario, de que el Gobierno es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo. Lo anterior significa que quienes prestan servicios públicos y reciben, por tanto, remuneración estarán obligados a prestar declaración jurada de bienes y rentas con el obvio propósito de que no roben dinero del pueblo, contribuido por el pueblo, para beneficio del pueblo.

Parece ser que los “cicatrizados” agentes de la “operación cicatriz 2.0″ en el Congreso, el nuevo pacto entre Horacio Cartes y Mario Abdo Benítez que salvó de la destitución a la fiscala general Sandra Quiñónez, quieren desconocer el concepto central de nuestra institucionalidad política, de nuestro objetivo comunitario, de que el Gobierno es del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

En el año 449 antes del Cristianismo, los comunes de la ciudad de Roma (llamados plebeyos) amenazaron a los gobernantes de su entonces joven República (llamados patricios, “padres”, “fundadores”) con irse de la ciudad si no se hacían públicas las estipulaciones de las leyes.

A raíz de la secesión plebeya, los patricios se vieron obligados a publicar las leyes y a mantenerlas públicas para que todo ciudadano, todo plebeyo, todo común, pudiera leerlas, entenderlas y usarlas en su protección.

Así adquirió sustancia la palabra “República”, que etimológicamente significa “cosa pública”, “asuntos públicos”, pues los patricios que la fundaron simplemente la entendían como traducción del griego “politeia”, un gobierno sin monarca.

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De modo que desde la rebelión de los comunes romanos de 449 antes del Cristianismo, “República” se entiende como las acepciones señaladas, definiciones sintetizadas formalmente después por Marco Tulio Cicerón, aunque ya antes Aristóteles en su estudio de Derecho Constitucional comparado (Libro Cuarto de su “Política”), consideró republicanos a los gobiernos del pueblo.

Y esa es, precisamente, la síntesis que de la idea realizó, después de ser revisada por John Locke, Charles de Montesquieu y muchos otros a lo largo de los siglos, Abraham Lincoln en Gettysburg: “El Gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”.

Es el Gobierno que queremos para nosotros los paraguayos, que lo ordenamos expresa y taxativamente en los artículos segundo y tercero de la Constitución Nacional: “En la República del Paraguay la soberanía reside en el pueblo, que la ejerce, conforme con lo dispuesto en esta Constitución” y “El pueblo ejerce el Poder Público por medio del sufragio. El gobierno es ejercido por los poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial en un sistema de separación, equilibrio, coordinación y recíproco control. Ninguno de estos poderes puede atribuirse, ni otorgar a otro ni a persona alguna, individual o colectiva, facultades extraordinarias o la suma del Poder Público. La dictadura está fuera de ley”.

Lo anterior significa que quienes ejercen funciones administrativas, legislativas o judiciales en nuestro país derivan el total de sus responsabilidades de un mandato periódicamente otorgado por el pueblo y de ninguna otra fuente.

Son literal, legal y filosóficamente empleados del pueblo. El pueblo es el jefe (soberano) y ellos son sus empleados. Todos, los elegidos y los designados.

Esta es la razón de fondo que explica y justifica plenamente el requerimiento de transparencia al que debe someterse todo aquel que voluntariamente pretende servir al pueblo, que se manifiesta en la publicidad de las cuentas y decisiones públicas y en el control sobre los empleados.

Precisamente, de control sobre empleados se trata el artículo 104 de la Constitución, que ordena que “Los funcionarios y los empleados públicos, incluyendo a los de elección popular, los de entidades estatales, binacionales, autárquicas, descentralizadas y, en general, quienes perciban remuneraciones permanentes del Estado, estarán obligados a prestar declaración jurada de bienes y rentas dentro de los quince días de haber tomado posesión de su cargo, y en igual término al cesar en el mismo” (las negritas son nuestras).

El propósito es obvio: Que los empleados del pueblo no roben dinero del pueblo, contribuido por el pueblo, para beneficio del pueblo.

Y el instrumento es “inelástico”, su eficacia reside en que no pueda ser modificado una vez realizado pues si pudiera serlo permitiría, como es evidente, que ladrones del dinero público disfracen patrimonialmente sus robos.

Esto es tan notorio, tan fácil de entender, que asombra y asquea la pretensión de los “cicatrizados” en el Congreso de convertir en “chicle” lo que debe ser metálico, presumiblemente con el deleznable objetivo de robar con impunidad y, encima, de disfrazar el robo mediante “declaraciones juradas” que de eso solo tendrán el nombre, ya que, de prosperar su perversa intención, podrán ser cambiadas a voluntad, a todos los efectos prácticos.

Estas “declaraciones juradas chicle” serán la base desde la cual se eliminará el ya exiguo control popular sobre los empleados públicos que, “liberados” de las amarras que los fuerzan a guardar un mínimo de decoro, socavarán rápidamente los demás elementos por los que todavía podemos llamarnos República, para dar lugar a un inmoral régimen oligárquico, tal como ocurre siempre en estas circunstancias desde que existen los gobiernos populares.

Y, sobre todo, en vista de las descomunales fortunas que están saliendo a la luz, que en muchos casos no pueden ser justificadas pese a modificaciones que se realizan a las declaraciones juradas, es que la cuestionable iniciativa debe ser enviada al basurero.