El vigor de la corrupción sigue castigando al país

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El Jueves Santo de hace un año estuvo marcado por las fatales consecuencias del coronavirus: ya eran en total 4.206 los fallecidos, el sistema sanitario había colapsado y las ansiadas vacunas aún se hacían esperar, pero la omnipresente corrupción, que ante nada se detiene, ya se había aprovechado de la tragedia desde el Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social, la Dirección Nacional de Aeronáutica Civil y Petróleos Paraguayos. Hoy el número de víctimas mortales roza los 18.800, pero ya no faltan camas de terapia intensiva, pues la pandemia empezó a perder fuerza. Lo que no ha disminuido es el vigor de la corrupción que castiga al país.

El Jueves Santo de hace un año estuvo marcado por las fatales consecuencias del coronavirus: ya eran en total 4.206 los fallecidos, el sistema sanitario había colapsado y las ansiadas vacunas aún se hacían esperar, pero la omnipresente corrupción, que ante nada se detiene, ya se había aprovechado de la tragedia desde el Ministerio de Salud Pública y Bienestar Social, la Dirección Nacional de Aeronáutica Civil y Petróleos Paraguayos. Es cierto que hoy el número de víctimas mortales roza los 18.800, pero ya no faltan camas de terapia intensiva, pues la pandemia empezó a perder fuerza desde mediados de junio del año pasado, pese a que los vacunados con la primera dosis apenas superan el 60% de la población mayor de 18 años. Lo que no ha disminuido es el vigor de la corrupción que castiga al país.

Aparte de las ya conocidas en 2021, en los últimos meses salieron a la luz las malversaciones que habrían sido cometidas ese año con los fondos de emergencia sanitaria transferidos a la Gobernación del departamento Central, así como a las de Guairá, Canindeyú, Caazapá y Alto Paraguay. En efecto, hay serios indicios de que sus máximas autoridades –los colorados Hugo Javier González, Juan Carlos Vera, César Ramírez, Pedro Díaz Verón y José Adorno, respectivamente– se habrían confabulado con organizaciones no gubernamentales para desviar el dinero público. Nada sorprendente, si se recuerdan las fechorías perpetradas en el Instituto Nacional de Desarrollo Rural y de la Tierra con la apertura de pozos para extraer agua, mediante una similar “alianza público-privada”, tan fructífera para sus miembros.

Lo que sí llama la atención, sobre todo en un día como el de hoy, es que aparece implicada la Iglesia Católica, en la figura del vicario apostólico del Chaco, Mons. Gabriel Escobar, amigo del gobernador Adorno. La Contraloría General de la República objetó que la administración departamental le haya entregado 2.265 millones de guaraníes para construir obras, tarea ajena a los fines de esa dependencia eclesial. Los gastos hechos no tuvieron que ver con la salud pública, sino con la refacción o construcción de templos, la erección de un mirador o el montaje de un tinglado multiuso, que no concluyó en el plazo previsto y por el que se pagaron 784 millones de guaraníes, el doble de lo estipulado en el contrato, según lo confirmó el órgano contralor. El obispo debería dar explicaciones a la sociedad y, en especial, a sus feligreses afectados por la pandemia. Jesús dijo que se debe dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios; aquí, el César fue el pueblo, dueño del dinero que debió haber sido destinado a salvar vidas, practicando el cristiano amor al prójimo. Por cierto, el Paraguay no tiene una religión oficial.

La Biblia se ocupa reiteradas veces de la corrupción, como cuando Isaías dice que vivirá en las alturas “el que se sacude la palma de la mano para no aceptar soborno” o los Salmos advierten que quien cometa fraude no morará en casa de Jehová. Es elogiable que la Iglesia Católica la fustigue, pero por eso mismo tendría que ser más prudente al tratar con entidades públicas, habiendo plata de por medio: en 2019, la Entidad Binacional Yacyretá anunció que financiaría con más de 12.000 millones de guaraníes una “Ruta de la Espiritualidad”, para que los peregrinos acudan a la basílica; la iniciativa, enmarcada en unos “gastos sociales y ambientales” no incluidos en el Presupuesto nacional, fue “muy importante” para Mons. Ricardo Valenzuela, el mismo que en la última festividad había dicho “¡Basta de la vergonzosa corrupción e impunidad a la que se ha llegado!”. Es obvio que el manejo arbitrario de fondos públicos alienta la corrupción, que suele requerir la complicidad del sector privado.

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Las licitaciones públicas amañadas no generan duras protestas de los gremios empresariales y abundan quienes sobornan para evitar multas o acelerar trámites. Esa lacra echó raíces y persistirá mientras sus actores no sean punidos por una Justicia y un Ministerio Público que estén al servicio del bien común y no de un usurero o de un politicastro. Es plausible que el empresariado haya expresado su inquietud ante los irresponsables subsidios al combustible y los “reajustes” salariales en el sector público, con el consiguiente aumento del déficit fiscal y de la deuda externa, así como de la inflación, todo ello en coincidencia con la reducción del crecimiento económico y, por tanto, de los ingresos tributarios. Hace un año dijimos que el Gobierno debía hallar un justo equilibrio entre las exigencias sanitarias y las económicas, atendiendo la evolución de la pandemia. A estas alturas, el mayor impacto económico negativo ya no deriva de las restricciones impuestas hace dos años a ciertas actividades, sino del notorio incremento del gasto público, fomentado por el tradicional populismo, cuya influencia aumenta en tiempos electorales, como los que ya se viven.

El panorama dista, pues, de ser auspicioso. Empero, la virtud teologal de la esperanza, aplicada a las cosas terrenales, induce a confiar en que la pesadilla del coronavirus termine y en que quienes ejercen altos cargos públicos tomen nota de la gravedad de la situación causada por el dispendio. En particular, es deseable que los legisladores no se involucren en actividades ilícitas ni rehúyan su trabajo, muchísimo mejor retribuido que el de los ciudadanos de a pie, a quienes agreden con sus necedades y privilegios; también lo es que el Presidente y el Vicepresidente de la República, así como los ministros, resistan las presiones de los transportistas y de los funcionarios, entre otros, y prohíban el empleo de bienes públicos en la campaña electoral en curso; por último, los fiscales y los jueces harán bien en perseguir y condenar a los corruptos, así como en cortar los tentáculos de la mafia en el aparato estatal.

Que el pueblo no se engañe: tarde o temprano, los “regalos” que se están dando tendrán un costo muy alto, que lo pagará él mismo, con intereses; su calvario no debe terminar en la cruz montada por los corruptos de siempre y por los manirrotos con dinero ajeno.