Voto de confianza, pero no carta blanca a Santi Peña

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El inicio de un periodo presidencial trae consigo la esperanza de que la mayoría del pueblo haya acertado al elegir a quien dirigirá durante cinco años la administración general del país. Su formación y su trayectoria hacen presumir que a Santiago Peña no le falta idoneidad para ejercer correctamente la primera magistratura de la nación, y que ellas tendrían que permitirle detectar los principales problemas y atacarlos con eficiencia desde el Palacio de López. Es obvio que no todo dependerá de él, razón por la que se aguarda que los colaboradores que haya escogido sean capaces, honestos y diligentes, y que no hayan sido impuestos por un poder detrás del trono.

El inicio de un periodo presidencial trae consigo la esperanza –no pocas veces defraudada– de que la mayoría del pueblo haya acertado al elegir a quien dirigirá durante cinco años la administración general del país, para luego servirlo eventualmente como senador vitalicio. Su condición de economista, máster en administración pública, exdirector del Banco Central y exministro de Hacienda hace presumir que a Santiago Peña no le falta idoneidad para ejercer correctamente la primera magistratura de la nación. Su formación académica y la experiencia recogida en el aparato estatal tendrían que permitirle detectar los principales problemas y atacarlos con eficiencia desde el Palacio de López. Es obvio que no todo dependerá de él, razón por la que se aguarda que los colaboradores que haya escogido sean capaces, honestos y diligentes, y que no hayan sido impuestos por un poder detrás del trono.

Son graves y variados los retos que el nuevo Gobierno deberá enfrentar en áreas muy diversas, como la salud y la educación públicas colapsadas, las obras públicas encarecidas, la alarmante inseguridad causada por la delincuencia común y la organizada, el creciente déficit fiscal ligado en gran parte al prebendarismo, y el aumento de la extrema pobreza, especialmente en las zonas rurales. Sobre estos males planea la corrupción omnipresente, con la complicidad de un “sector privado” experto en ganar licitaciones públicas fraudulentas, entre otras fechorías.

La lucha contra la mafia enquistada en las entidades del Estado –reconocida públicamente por las más altas autoridades– deberá ser emprendida con toda energía para que el Paraguay no termine convertido en un enclave del narcotráfico, disputado a sangre y fuego por cárteles aliados con funcionarios. La depuración de las instituciones debe emprenderse antes de que sea muy tarde, empezando por aquellas que tienen la misión de combatir el crimen organizado o de impedir sus transacciones “comerciales”, como la Policía Nacional, la Secretaría Nacional Antidrogas, la Dirección Nacional de Ingresos Tributarios y la Dirección Nacional de Aeronáutica Civil. Esa poderosa mafia, que también envenena a nuestros jóvenes, tiene que ser vencida con la ley en la mano.

Urge realizar la tan demorada Reforma del Estado o del servicio civil, para tornarlo más austero y eficaz, eliminando la superposición de funciones como resultado de la proliferación de órganos que sirven sobre todo para alimentar a la clientela política. La reforma de la Caja Fiscal debe figurar también entre las prioridades. Aparte de varias Secretarías que dependen directamente de la Presidencia de la República, Santiago Peña contará con nada menos que diecisiete ministros, cuyas respectivas labores tendrá que coordinar y supervisar, para que no se interfieran y operen en consonancia.

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Resulta imperioso que el jefe del Poder Ejecutivo cumpla y haga cumplir la Constitución y las leyes, lo que supondrá respetar las libertades ciudadanas, así como la independencia de los Poderes Legislativo y Judicial, incluyendo la del Ministerio Público. Tiene además el deber ineludible de fomentar la igualdad de oportunidades, preservando el Estado de Derecho, en el que las leyes rigen tanto para los gobernantes como para los gobernados, sin distinción de partidos ni de facciones. La autoridad personal y gubernativa que se requiere para lograrlo no debe confundirse con el autoritarismo.

Santiago Peña merecerá el reconocimiento ciudadano si se aboca a promover la concordia entre los paraguayos, más allá de los naturales disensos. En este sentido debe cerrar los oídos a algunos de sus partidarios que, envalentonados por la victoria electoral, han comenzado a proferir amenazas preocupantes, de esas que hace tiempo no escuchábamos. En este marco, debe asegurar que el ciudadano paraguayo continúe gozando, como hasta ahora, de una irrestricta libertad de expresión y de prensa, que constituyen su principal defensa y garantía. El nuevo jefe de Estado también recibirá el apoyo de la gente si superara la dura prueba que supondrá la revisión del injusto Tratado de Itaipú, encargando la faena de lograrla a expertos imbuidos de patriotismo y no a vendepatrias.

Es de desear que no olvide a los conciudadanos Edelio Morínigo, Félix Urbieta y Óscar Denis, martirizados por un grupo criminal aún no neutralizado por la Fuerza de Tarea Conjunta. En palabras de quien hoy cede la banda presidencial, “la sociedad tiene una pesada deuda” con ellos, que debe ser saldada.

Por de pronto y atendiendo los fuertes intereses creados que hallará en el camino, habría que dar al nuevo Presidente de la República un voto de confianza, inspirado en el común anhelo de que el Paraguay prospere en democracia. No se trata, desde luego, de dar carta blanca alguna, sino de tener la esperanza de que los asuntos públicos vayan para bien. Podemos enorgullecernos de que desde 1989 se mantenga, con un par de sobresaltos, el orden constitucional que permite la pacífica renovación de los Gobiernos; necesitamos también preciarnos de que en dicho marco mejoren en gran medida la sanidad, el sistema educativo, la infraestructura vial y la seguridad interna, entre otras cosas, gracias a una gestión administrativa honesta y eficiente, que promueva el bienestar de los habitantes de este país bendecido por la naturaleza, pero castigado por los que mandan en provecho suyo y en el de sus acólitos.