Se trata de un proceso como nos repiten una y otra vez los entendidos en la materia. Quienes vivimos en carne propia aquella terrible época tenemos la obligación de contar con objetividad y veracidad, sin odios ni rencores, los hechos que acontecieron entonces. Los vicios y las malas costumbres hay que corregirlos para ponernos a la altura de estos tiempos de democracia.
La conquista más grande es, sin duda, la libertad de expresión y de reunión. Los jóvenes menos de 30 años ni se imaginan lo que fue el cierre de los medios de comunicación y la prohibición de hablar, publicar libros que se refieran a la realidad nacional, representar obras teatrales polémicas o llevar a cabo una simple reunión de la oposición. La censura y la autocensura eran pan de cada día. Hoy día, podemos hablar, analizar y debatir sobre cualquier tema. Y esto es maravilloso y enriquecedor para todos. Ya no tenemos miedo ni terror de ir a parar en las comisarías ni a ser torturados ni encarcelados. O en el peor de los casos, ser exiliados o estar desaparecidos. Los derechos humanos se respetan y ya no existen perseguidos políticos, por lo menos no como en los años de la cruel y salvaje dictadura.
La gente conversa, se agrupa en organizaciones, interactúa por las redes sociales y sale a las calles a reclamar educación, salud, justicia, seguridad y mejores salarios. Y las autoridades escuchan y tratan de dar respuestas. Otro logro de la democracia, además de la libertad de expresión y del respeto a los otros derechos humanos, es el derecho de reunión y de organización.
Pero nos falta mucho todavía, ya que los malos hábitos están muy arraigados. Coloradizar toda la administración pública es una vieja práctica que hay que erradicar inmediatamente.
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Todos los paraguayos tenemos derecho a un trabajo y salario digno, sin tener en cuenta ideologías políticas. Solo hay que priorizar capacidad y honestidad. El Paraguay es de todos y no solo de colorados.
Nada tan terrible como seguir con la corrupción y la impunidad imperantes en el stronismo y que continuaron estos treinta y un años. La justicia brilla por su ausencia y los poderosos escapan de las cárceles comprando fiscales y jueces. La corrupción enriquece a unos pocos pero empobrece a muchos que quedan sin salud, sin educación, sin seguridad ni mejores expectativas de vida.
Pero la verdadera revolución debe venir de la ciudadanía. Reclamar y salir a las calles. Somos un país riquísimo pero administrado por ineficientes y corruptos. Merecemos vivir en mejores condiciones económicas, sociales y culturales con todos los alimentos que producimos, con Itaipú y Yacyretá y los impuestos que pagamos. Nuestros hijos y nietos merecen un país mejor en todo sentido. Y esto depende de nosotros que tenemos que actuar como contralores de las autoridades y no permitir que sigan haciendo lo que quieren y robando escandalosamente a su antojo.