El dueño del circo

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“Lamentablemente no pudimos hablar con el ministro; solamente nos atendió el viceministro”, se quejaba una protestataria muy frustrada, recientemente. Entonces alguien pregunta por qué, cuando los paraguayos tienen algún problema, reclaman tratarlo personalmente con la más alta autoridad.

“Si la queja es referente a un terreno rural, por ejemplo –explicaba alguien– el ‘pila’ quiere que el ministro de Agricultura se presente en el lugar. Si se trata de la escuela de su hijo, reclama que el ministro de Educación le atienda rápido y en persona. Si está enfermo, pide por el jefe del hospital. Si está envuelto en un conflicto parroquial, demanda la inmediata intervención papal. Ni viceministros ni directores ni secretarios ni obispos. Ninguno. Directo con el jefe máximo, con el ‘dueño del circo”.

Otra peculiaridad protestataria es exigir renuncias. El almacenero al que acaban de asaltar, reclama al jefe de Policía que se vaya a su casa; cada crimen impactante desata una ola de pedidos de que el ministro del Interior se aparte del cargo; los damnificados de cualquier origen o causa, si en una hora no son asistidos, empiezan a hacer la lista de cuáles funcionarios deben renunciar inmediatamente.

El pedido de renuncia suele venir precedido o acompañado de una enérgica demanda de acciones “concretas” de parte del Gobierno (no olvidar adosar esto de “concretas”, aunque las “acciones abstractas” no existan). En resumen, pues, la fórmula protestataria más simple se resume en tres requerimientos: pedir un interlocutor designado “válido”, que éste se presente de inmediato en el lugar y que traiga en el bolsillo la renuncia firmada.

Pero, ¿qué es esto de “interlocutor válido”? Nadie sabe a ciencia cierta cómo se mide la validez de la interlocución; empero, la experiencia paraguaya tiende a mostrar que ningún funcionario que esté por debajo de la presidencia de algún Poder del Estado, como mínimo, puede pretender, así como así, semejante calidad. Peor aún, porque lo contrario no corre. Si algún funcionario interpelado se niega a salir al balcón a encarar a la masa vociferante y exige hablar con un representante legítimo de la misma, o sea un interlocutor válido, suele declarársele “fascista” y “autoritario”.

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En este juego de enfrentamientos entre derechos y deberes, culpas y exoneraciones, acusaciones y descargos, es bien sabido que la verdad casi nunca está completamente de una sola parte; pero afirmar esto, en medio de las pujantes emociones callejeras, es políticamente incorrecto y dialécticamente peligroso. Lo más cómodo y conveniente será siempre ubicarse en la misma vereda que las mayorías, o mantenerse cercano.

Por otra parte, es preciso reconocer que en este país nadie puede confiar en que lo que un subalterno diga o convenga será confirmado por su superior. La promesa de un viceministro no compromete al ministro; la palabra empeñada por un secretario posee tanta validez como los centímetros que mide su escritorio. ¿A qué acudir al marinero si se puede llegar hasta el capitán. ¿Por qué no exigir el compromiso directamente al dueño del circo? Sí; es razonable; pero parece que ni esto da seguridad.

Se cuenta que en tiempos de la dictadura, si alguien iba a pedirle un favor a Stroessner, este mostraba signos de conformidad, entregándole al pedigüeño una tarjetita o una esquela personal, para ser entregado a un subalterno. Si el papelito iba con una marca especial, preconvenida, el funcionario remitido entendía que había que concederle al portador lo peticionado; si no, tenía que eludirle con excusas. De este astuto modo, el frustrado quedaba odiando al subalterno y venerando al dictador.

El reclamo de tratar exclusivamente con la máxima autoridad posee, pues, una explicación plausible. Pero, ¿qué hacer cuando se sabe que es precisamente esa autoridad la culpable de que esté sucediendo aquello contra lo cual uno se queja? He aquí el gran dilema nacional. ¿Ante quién patalear? ¿Con quién negociar? ¿Qué funcionario es digno de respeto en ese país y qué mérito le atribuye tal virtud? No tengo estas respuestas; pero me recuerda un comentario atribuido a Churchill: “Les tengo cariño a los cerdos. Los perros nos admiran. Los gatos nos desprecian. Los cerdos nos tratan como a un igual”. De este modo Churchill decidió cuál era el interlocutor válido.

glaterza@abc.com.py