En cinco siglos las manifestaciones del pueblo no han variado mucho para celebrar la Semana Santa. Tampoco la Iglesia hizo muchos cambios. Hasta donde sé, el más espectacular de ellos vino con el Concilio Vaticano II, celebrado en Roma entre octubre de 1962 y diciembre de 1965. A partir de entonces, entre otras modificaciones litúrgicas, el Sábado de Gloria pasó a ser Sábado Santo. El Sábado de Gloria era una fiesta. Las imágenes de los templos eran cubiertas con telas de color lila en señal de duelo desde el Jueves Santo. Dos días después, en el transcurso de la misa, las imágenes se volvían otra vez visibles. El tiempo del luto había pasado. Al terminar la ceremonia religiosa, en el atrio de la iglesia, ante una multitud anhelante, se daba inicio al “Judas kái”. Nunca entendí por qué al monigote le cargaban sapos. Si no morían quemados, saltaban –me imagino que desesperados de entre los pantalones– para que no se abrasaran.
Cuando el “Judas kai” ya nada tenía que hacer el Sábado de Gloria, del cual era figura exclusiva, le pasaron a las fiestas de San Juan, donde sigue reinando disfrazado de distintos personajes de la política. Esta vez, el fuego no purifica.
Acudo a los recuerdos de mi niñez, en Ñemby. Veníamos de San Antonio a casa de unos tíos para todos los actos de la semana. La iglesia quedaba cerca. Entonces todo era cercano porque el pueblo era muy chico. Tan chico que una vez se fue un circo y el pueblo quedó bajo la carpa. Nos gustaba ver a los “apóstoles” en los preparativos de levantar el calvario donde se plantaría la cruz. Estos trabajos se iniciaban el Jueves Santo, día en que la imagen de la Virgen María es llevada, en procesión, a casa de la “mayordoma” para vestirla de negro, la dolorosa. La regresarán al día siguiente, hacia el mediodía, para “asistir” a la crucifixión del Hijo.
Viernes Santo
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El Viernes Santo es un día cargado de tensión. Se comía poco –generalmente sopa y chipa preparadas en la víspera–, pero casi no hacía falta comer más porque el jueves era el día de la gran comilona. No se podía correr, hablar en voz alta ni tener pensamientos pecaminosos. Habría que vestir de luto el corazón porque ese día el Hijo del Hombre entregará su vida a la humanidad, previo indecibles sufrimientos. Los pormenores de los acontecimientos estarán a cargo de un señor Montórfano, que subido al púlpito, a un costado del calvario, nos hará escuchar las siete palabras con voz emocionada. Siempre nos pareció que la lectura se prolongaba en exceso. Ya queríamos ver la muerte de Jesús. La imagen de la iglesia de Ñemby tenía la particularidad de que podía inclinar la cabeza sobre el pecho. Este acto era acompañado por el tañido triste de las campanas y el llanto de muchas ancianas, algunas con preocupante expresión de hondo dolor.
Después de las palabras del sacerdote, que ponía énfasis en la traición de Judas, los “apóstoles” bajaban la imagen que salía en procesión alrededor de la iglesia. Todos estos actos, como los anteriores que se iniciaban el Domingo de Ramos, eran acompañados por el canto plañidero de los estacioneros.
Los estacioneros
El obligado encierro de nuestro país por la epidemia evitó que por estos días los estacioneros se reuniesen para renovar la antigua devoción católica de Semana Santa. Se acostumbran los ensayos, en las capillas barriales de la capital y del interior, de unos cánticos en castellano, guaraní o “jopara”, que relatan la Pasión y Muerte de Jesús en las voces plañideras de hombres y de mujeres.
Desde el Martes Santo hasta el Domingo de Resurrección, los estacioneros reinan en las iglesias y en las casas donde se levantan la cruz para recordar la Pasión.
Ya no son muchas las localidades que siguen la tradición. Ñemby es una de las excepciones, junto con Villeta, Capiatá, Bañado de Asunción y, en los últimos años, Tañarandy, Misiones.
Después de tantos años ya no se concibe en esos sitios la Semana Santa sin estacioneros en los actos memorativos que este año sufren un enorme vacío sin los cantos lastimeros que se extienden de Lunes a Sábado Santos, o las canciones jubilosas el Domingo de Pascua y el Domingo de Resurrección. Felices o tristes, los cánticos tienen el mismo registro quejumbroso, identidad de los estacioneros, tanto como su uniforme multicolor.
Otra característica de estas agrupaciones es la continuidad familiar. La pertenencia se transmite de padre a hijos, como la música y los versos. En la transmisión, que son orales, las palabras muchas veces quedan mutiladas, en la mitad del sentido original, o perdidas en la más completa incomprensión. Pero los estacioneros los sienten, y –por sentirlos y quererlos– todavía podemos gustar de ellos aunque igualmente no los comprendamos. La situación nos privó de su canto este año.
La belleza de la música está en sí misma y en el contexto. O sea, en la representación tan genuinamente teatral de la que los fieles participan con religioso fervor. El Viernes Santo –aunque su espíritu mucho se ha desteñido– es el día de mayor concentración de la fe sostenida, desde la siesta, por el orador que lee conmovido las Siete Palabras. A cada una de ellas responden los estacioneros con cánticos oportunos, cuyos plañideros acentos suben a la emoción límite con las campanadas que marcan la muerte de Jesús. Los estacioneros acentúan el dolor de la multitud con sus propios dolores.
En la compañía Cañadita, de Ñemby, se encuentra un grupo que se distingue por sus componentes, todas mujeres, las que acabaron con la exclusividad de los varones. De sus padres o abuelos aprendieron las canciones y la técnica de los estacioneros, pero dio un vuelco a la tradición con el cambio de género “para ponerse a la altura de los tiempos” y también “porque las mujeres sabemos cantar, rezar y participar”. Tienen en su repertorio como 70 canciones aprendidas, en transmisión oral, de quienes les precedieron.
Este grupo se encuentra activo desde 1954. En las dos Semana Santa anteriores ha participado –al igual que otras agrupaciones integradas por varones– de la multitudinaria recordación religiosa en el cerro Ñemby. Hay estacioneros niños, jóvenes y adultos.
Profundamente local
En Estacioneros –un breve estudio de José Antonio Gómez Perazzo y Luis Szarán (1978)– leemos: “En los cantos de estacioneros se excluye toda participación de grupos instrumentales (…). Si bien el estilo predominante es profundamente local, se nota con evidencia su origen hispánico, y algunos giros de música gregoriana. Los cánticos son realizados a dos voces (con la segunda que acompaña a la primera voz siempre a la distancia de intervalos de tercera mayor y menor) los mismos son entonados en sol mayor (como referencia se puede mencionar que el ‘arpa paraguaya’ es afinada casi siempre en este tono)”.
Los señalados grupos, junto con otros, mantienen viva una tradición que es arte y es religión.
Fotos: ABC Color/Archivo/Gentileza.
